Como si de caracoles se tratase, el tímido regreso del sol a ese cielo aún entreverado de azul y nubes consigue que el domingo vuelva a repoblarse con personas que, de nuevo, conquistan la calle, los parques, los cafés...
Después, claro, vendrá la melancolía de la tarde. Esa luz que persiste un poco más cada día y, aun así, todavía no es rival para las sombras. El inexorable planeo del lunes sobre el ánimo. El llamativo contraste entre el silencio de las últimas horas del fin de semana y el bullicio que marcó sus primeros instantes. La sensación de extravío que provocan las expectativas incumplidas... Todo eso llegará, siempre lo hace; pero ahora, cuando apenas es mediodía y las manos se han liberado al fin del yugo de los paraguas, aún es posible olvidarlo.
Ansioso de luz como estoy, dejo de lado mis reticencias habituales hacia esas terrazas invernales donde, rodeado de plástico y al cuidado del reconfortante calor que emana de la estufa vertical más próxima, tengo la sensación de estar siendo cultivado en un invernadero. A medida que mi taza se vacía, la visión de esa pareja silenciosa, miradas perdidas que en vez de buscarse regresan cada poco al periódico, frontera o salvavidas entre ambos, despierta en mí el recuerdo de aquellos pantalones que marcaron los primeros años de mi adolescencia.
En esa época, cuando las hormonas exigen absoluta pleitesía hacia todo cuanto tenga que ver con la imagen, yo viví sometido a los vaqueros de tergal. En realidad, el calificativo "vaqueros" lo añadía mi madre para acallar mis protestas ante una prenda que, sin la menor duda, nada tenía que ver con los pantalones que usaban los demás. Era como llevar un saco, la tela caía en lugar de ceñirse a mis piernas, a mi cintura; su color era como un faro que gritaba "Imitación desafortunada" a muchos metros de distancia. Y, lo peor de todo, esa raya que mamá les delineaba en cada pernera al pasar la plancha... Duele recordarlo.
Tergal, edulcorante, descafeinado, margarina, costumbre... Sucedáneos.
Una alternativa a menudo impuesta por las circunstancias, casi siempre mejor que la renuncia. En ocasiones, también un engaño.
Intruso en la distancia que comparten, más allá de las reservas de cariño acumulado, del tiempo transcurrido desde sus primeros besos, de ocasionales preocupaciones, del espacio propio que todos necesitamos, de cómo la pasión puede llegar a nutrirse de infinidad de matices con los años..., creo ver un gran vacío. Un hombre y una mujer, jóvenes aún, quizá incluso disfrutando de la libertad que pueda proporcionarles el orgulloso paseo dominical de los abuelos con su nieto, ¿tendrán hijos, cuántos?, sin aparentes apuros económicos en función de su vestuario y complementos, tampoco la enfermedad parece rondar su mesa y, sin embargo, me pregunto qué diría cada uno si les preguntase "¿Es amor o solo inercia?", tratando de averiguar qué sienten por la persona que ahora mismo está a su lado.
¿Por qué no hablan, por qué sus ojos no dicen "Te echo de menos cuando no estás", por qué sus manos permanecen huérfanas de caricias, por qué no piensan en la próxima vez que, junto a ellos, solo esté su intimidad...? Y algo más: ¿cuánto tiempo hace que, para comunicarse, solo utilizan palabras?
Cada noche, en esa cama que compart...
- ¡Alucinación, sí, es alucinación! ¡Te he ganado, te he ganado! ¿Dónde está el bolígrafo?... ¡No, no lo escondas, eso es trampa...!
Es ella quien de repente ha estallado y, ondeando el periódico a modo de bandera victoriosa, me ha dejado ver un crucigrama prácticamente resuelto salvo algunas casillas que, a juzgar por su efusiva reacción, los dos perseguían completar. Acto seguido, él ha intentando ocultar algún objeto en el bolsillo interior de su abrigo, seguramente el bolígrafo que ella reclamaba hace un momento y que ahora, en medio de esa risa contagiosa que comparten, trata de alcanzar con la ayuda de las cosquillas, "¡Eh, eso no vale, no, no...!", que sus dedos reparten...
Me marcho, avergonzado y feliz a partes iguales.
El beso apasionado que, ahora sí, completa el crucigrama, viene a recordarme que cualquier opinión externa es el peor sucedáneo sobre la realidad de los sentimientos.