Una mañana más, el vapor pierde la batalla. Con el grifo de la ducha mudo, los refuerzos proporcionados por el agua caliente se acaban y, a través de la brecha estratégica que supone el espacio abierto en la ventana, el aire frío se alza victorioso sobre la superficie del espejo.
A medida que la huella de la bruma se aleja, mi rostro me mira y, aun cuando me siento afortunado de poder responder a la pregunta que formula, "¿Quién eres?", el recuerdo de su cara me devuelve de nuevo a ese pasillo donde ella, al cabo de un par de horas, empezará un nuevo día de espera, otro más...
... Como aquél en que nuestras vidas se cruzaron y no olvidaré jamas.
El paso por el ala psiquiátrica de un hospital deja un rastro indeleble en la memoria. Si, como ha sido mi caso hasta ahora, uno acude en calidad de visitante, los detalles son claros y no te hacen prisionero; si, por el contrario, has sido uno de sus pacientes... la bruma se cierne sobre los recuerdos.
La persona por quien me encontraba allí era, afortunadamente para ella y para mis sentimientos, uno de los casos leves. El diagnóstico hablaba de un cuadro depresivo agudo con ataques de ansiedad que derivaban en llamadas de atención a su entorno más próximo. El tiempo de visita había sido extraño, espeso, como si los minutos, en vez de avanzar, se hundiesen en la calma artificial reinante en ese espacio común donde nos reuníamos los internos y sus allegados. Voces apenas susurradas para no agrietar la débil estabilidad emocional de los pacientes, preguntas que no obtienen respuesta, miradas vacías y otras suplicantes, ánimos enfermos de tristeza, nerviosismo permanente ante cualquier posible reacción inesperada... Y una despedida difícil, un dolor indescriptible al contemplar esa mano que se agita al otro extremo del corredor, una impotencia dañina que te hace sentir culpable por dejarla allí, donde jamás pensaste que llegaría a estar.
Todavía tenía que hablar con el médico, recibir las últimas novedades acerca de su evolución y, tal vez, una esperanza sobre el plazo necesario para que pudiese abandonar aquel falso oasis de calma. "No tardará, puede esperar aquí...", me dijo una de las enfermeras señalando el banco situado justo enfrente de una puerta llamada "Consulta 1".
- Aquí, ¡muy bien! Voy a avisar que hemos vuelto y enseguida te acompaño a tu habitación-en el extremo opuesto, otra enfermera acunaba con sus palabras a una joven para que tomase asiento.
De pronto, no hubo nadie más allí, solo ella y yo. Y el silencio.
Sin duda, se trataba de otra paciente, el camisón deforme no dejaba margen a la duda. Permanecía inmóvil, con la mirada hurgando en la pared en busca de respuestas o, tal vez, de las preguntas que pudiesen justificar cuanto sabía o creía saber. Su apariencia, aparentemente serena, fue el argumento empleado por mi curiosidad para empujarme a observarla con insistente disimulo, silenciando los consejos de la prudencia.
Joven, quizá todavía no hubiese alcanzado los treinta y, sin embargo, ajada por el sufrimiento que la había llevado hasta allí y que, en ese instante, la convertía en mi compañera de banco. Su pelo castaño, triste, se acurrucaba en una larga coleta. Su piel, pálida y opaca como el cabo de una vela, parecía resignada a ese confinamiento terapéutico. No solo estaba delgada, era la viva imagen de la fragilidad, como una pequeña rama que la más leve brisa pudiese fracturar. ¿Sus ojos?, creo que viajaban sin parar.
- Yo no sé quién soy. ¿Y tú?... -sus palabras me sacuden de improviso, sin una mirada por su parte que les sirva de apoyo.
- Lo... Lo siento, no te conozco -respondo con el nerviosismo de quien se siente culpable a flor de piel.
- ¡Ja! -su risa es amarga, carente de alegría-, eso ya lo sé... Lo malo es que yo tampoco.
Alba, "Es el nombre que ellos me pusieron, pero ahora ya...", se enteró hace algunos meses que, en realidad, esa ausencia de parecido físico con cualquiera de sus padres no era únicamente una rareza o una casualidad como le habían hecho creer durante muchos años, sino que, en realidad, era perfectamente lógica, teniendo en cuenta que ninguno de los dos la había engendrado. Cómo lo supo no importa ya, "Pura casualidad, jamás pensaron que yo... Los pañuelos de mam..., de ella, siempre habían estado en esa caja. Los papeles que ocultaban, probablemente también", solo las consecuencias.
Una vida que no es real, sentimientos que se desmoronan porque sus cimientos son falsos, impostores o, peor aún, cómplices necesarios de un terrible de delito en vez de papá y mamá, la imposibilidad de averiguar la identidad de aquellas personas a quienes fue arrebatada con engaños, haciéndoles creer que nunca llegó a respirar... Y pastillas, esas cincuenta y dos pastillas que derramó en su estómago para, ya que nadie parecía capaz de devolverle la memoria, al menos olvidar para siempre a esa desconocida que ya nunca querría ser.
- Creen que todo pasará, que llegaré a perdonar y aceptaré sus razones, pero no... Al igual que ellos me hicieron a mí, yo también les dejaré huérfanos...
- No... No lo hagas, tienes toda la vida por del...
- ¿Para qué? ¿Para seguir haciéndome cada día las mismas preguntas imposibles de responder? ¿Para odiarles a cada segundo o para odiarme a mí si descubro que, pese a todo, todavía les quiero? ¿Para sentirme una extraña cada vez que me mire a un espejo?... No. Acabaré, yo acabaré con esta farsa y nadie lo podrá impedir, ¡nadie!
Todavía puedo verla. Aún recuerdo cómo, después de pronunciar aquellas palabras, regresó a ese lejano lugar donde había estado hasta entonces y, pese a mis reiterados intentos por hacer que cambiase de opinión, no obtuve más respuesta que su ausencia.
Mis ojos se apartan en dirección a ese nuevo día que ya ha dado comienzo más allá de la ventana. Cada amanecer lleva su nombre y hoy, como tantos otros días, también roba mis pensamientos...
El paso por el ala psiquiátrica de un hospital deja un rastro indeleble en la memoria. Si, como ha sido mi caso hasta ahora, uno acude en calidad de visitante, los detalles son claros y no te hacen prisionero; si, por el contrario, has sido uno de sus pacientes... la bruma se cierne sobre los recuerdos.
La persona por quien me encontraba allí era, afortunadamente para ella y para mis sentimientos, uno de los casos leves. El diagnóstico hablaba de un cuadro depresivo agudo con ataques de ansiedad que derivaban en llamadas de atención a su entorno más próximo. El tiempo de visita había sido extraño, espeso, como si los minutos, en vez de avanzar, se hundiesen en la calma artificial reinante en ese espacio común donde nos reuníamos los internos y sus allegados. Voces apenas susurradas para no agrietar la débil estabilidad emocional de los pacientes, preguntas que no obtienen respuesta, miradas vacías y otras suplicantes, ánimos enfermos de tristeza, nerviosismo permanente ante cualquier posible reacción inesperada... Y una despedida difícil, un dolor indescriptible al contemplar esa mano que se agita al otro extremo del corredor, una impotencia dañina que te hace sentir culpable por dejarla allí, donde jamás pensaste que llegaría a estar.
Todavía tenía que hablar con el médico, recibir las últimas novedades acerca de su evolución y, tal vez, una esperanza sobre el plazo necesario para que pudiese abandonar aquel falso oasis de calma. "No tardará, puede esperar aquí...", me dijo una de las enfermeras señalando el banco situado justo enfrente de una puerta llamada "Consulta 1".
- Aquí, ¡muy bien! Voy a avisar que hemos vuelto y enseguida te acompaño a tu habitación-en el extremo opuesto, otra enfermera acunaba con sus palabras a una joven para que tomase asiento.
De pronto, no hubo nadie más allí, solo ella y yo. Y el silencio.
Sin duda, se trataba de otra paciente, el camisón deforme no dejaba margen a la duda. Permanecía inmóvil, con la mirada hurgando en la pared en busca de respuestas o, tal vez, de las preguntas que pudiesen justificar cuanto sabía o creía saber. Su apariencia, aparentemente serena, fue el argumento empleado por mi curiosidad para empujarme a observarla con insistente disimulo, silenciando los consejos de la prudencia.
Joven, quizá todavía no hubiese alcanzado los treinta y, sin embargo, ajada por el sufrimiento que la había llevado hasta allí y que, en ese instante, la convertía en mi compañera de banco. Su pelo castaño, triste, se acurrucaba en una larga coleta. Su piel, pálida y opaca como el cabo de una vela, parecía resignada a ese confinamiento terapéutico. No solo estaba delgada, era la viva imagen de la fragilidad, como una pequeña rama que la más leve brisa pudiese fracturar. ¿Sus ojos?, creo que viajaban sin parar.
- Yo no sé quién soy. ¿Y tú?... -sus palabras me sacuden de improviso, sin una mirada por su parte que les sirva de apoyo.
- Lo... Lo siento, no te conozco -respondo con el nerviosismo de quien se siente culpable a flor de piel.
- ¡Ja! -su risa es amarga, carente de alegría-, eso ya lo sé... Lo malo es que yo tampoco.
Alba, "Es el nombre que ellos me pusieron, pero ahora ya...", se enteró hace algunos meses que, en realidad, esa ausencia de parecido físico con cualquiera de sus padres no era únicamente una rareza o una casualidad como le habían hecho creer durante muchos años, sino que, en realidad, era perfectamente lógica, teniendo en cuenta que ninguno de los dos la había engendrado. Cómo lo supo no importa ya, "Pura casualidad, jamás pensaron que yo... Los pañuelos de mam..., de ella, siempre habían estado en esa caja. Los papeles que ocultaban, probablemente también", solo las consecuencias.
Una vida que no es real, sentimientos que se desmoronan porque sus cimientos son falsos, impostores o, peor aún, cómplices necesarios de un terrible de delito en vez de papá y mamá, la imposibilidad de averiguar la identidad de aquellas personas a quienes fue arrebatada con engaños, haciéndoles creer que nunca llegó a respirar... Y pastillas, esas cincuenta y dos pastillas que derramó en su estómago para, ya que nadie parecía capaz de devolverle la memoria, al menos olvidar para siempre a esa desconocida que ya nunca querría ser.
- Creen que todo pasará, que llegaré a perdonar y aceptaré sus razones, pero no... Al igual que ellos me hicieron a mí, yo también les dejaré huérfanos...
- No... No lo hagas, tienes toda la vida por del...
- ¿Para qué? ¿Para seguir haciéndome cada día las mismas preguntas imposibles de responder? ¿Para odiarles a cada segundo o para odiarme a mí si descubro que, pese a todo, todavía les quiero? ¿Para sentirme una extraña cada vez que me mire a un espejo?... No. Acabaré, yo acabaré con esta farsa y nadie lo podrá impedir, ¡nadie!
Todavía puedo verla. Aún recuerdo cómo, después de pronunciar aquellas palabras, regresó a ese lejano lugar donde había estado hasta entonces y, pese a mis reiterados intentos por hacer que cambiase de opinión, no obtuve más respuesta que su ausencia.
Mis ojos se apartan en dirección a ese nuevo día que ya ha dado comienzo más allá de la ventana. Cada amanecer lleva su nombre y hoy, como tantos otros días, también roba mis pensamientos...