octubre 31, 2013

Un testigo cómodo

Gran Peluquería. El letrero se exhibe, orgulloso de sí mismo: caracteres con esa pátina que delata un pasado indefinido, pero en cualquier caso extenso, incrustados en la fachada del edificio. Los cristales biselados difuminan el interior y, al tiempo, lanzan un seductor envite a mi curiosidad. El oleaje azul, rojo y blanco que recorre sin descanso la columna cromada junto a la puerta hace el resto: voy a cortarme el pelo en 1.908. 
Si tuviese que emplear un adjetivo para definir el local, sería "auténtico". No posee un refinamiento exquisito: el espejo que cubre una de las paredes laterales se oscurece en algunos puntos donde la humedad ha ahogado la capa de azogue, el damero que forman las baldosas del suelo olvidó lo que es brillar y las sillas donde soportar la espera parecen rogar que ésta sea corta también para ellas... Pero está el perchero y sus historiados ganchos de cobre, los sillones, que probablemente viviesen la inauguración del local, con el cuero desgastado y esa estructura metálica que atrapa la mirada en su reflejo deforme, la colección perfectamente alineada de tijeras, peines y navajas sobre la repisa, el asentador de cuero y los frascos de colonia y bálsamos que transpiran el aroma de una antigua masculinidad.
"El Sr. está primero y luego va Vd... Pero estamos terminando, serán cinco minutos", me ata con sus palabras un hombre ya entrado en años mientras me invita a tomar asiento. La espera ya sé que será mayor, pero hoy no me importa: estoy explorando esta zona porque es muy probable que, en breve, pase mucho tiempo aquí... El plural sí que despierta toda mi atención. Y no porque no me hubiese percatado de la presencia de otro peluquero, sino porque "él" resulta ser "ella".
Pelo azabache a lo "garçon", cuerpo enjuto, zapatos de gánster camuflados con el blanco y negro que pisan, nada llama su atención salvo la tijera y el peine que mueven sus manos.
"Ya puedes, Vicente", y el anciano que tengo a mi lado se dirige al sillón ahora vacío sin dejar de mirar a la chica. Al poco, yo también estoy sentado y una voz de jazz me dice "¿Cómo lo quiere?"... El grito anacrónico de un teléfono móvil destroza la escena y, dos minutos más tarde, las palabras "grúa", "depósito", "ahora" dejan tras de sí dos clientes y solo una peluquera.
La chica deshace las dudas: "¿Quiere que le corte yo, Vicente, o vuelve otro día?, papá tardará... Perdone, es que él estaba antes". Y Vicente acepta y al fin sonríe, gesto poco habitual en él pues hasta "Maruca", como la ha llamado, muestra su extrañeza.
A partir de ahí, asisto a un imprevisto y apasionante baile...  La joven, que conoce perfectamente cada paso que da su padre en la cabellera de Vicente, se dispone a seguirlos de memoria, pero él la detiene, "¿No vas a lavarme la cabeza...? Y cuando regresan, yo no he dejado de repetir en un silencio envidioso "Viejo pícaro", la sorpresa se hace aún más grande:
- Maruca, nada del corte aburrido de tu padre, ¿eh? Que yo no le digo nunca nada porque no quiero que piense más de la cuenta y a mis años... todo vale. Pero hoy que he tenido suerte, hazme tupé, que esta tarde hay baile. ¡Ah! y quítame esas patillas de bandolero, que no sé por qué se empeña...
La danza que las tijeras ejecutan en las manos de Maruca va, poco a poco, restando años a la imagen reflejada en el espejo y, también, ensancha su sonrisa. El resultado final es asombroso, imposible no compartir la ternura de los besos que la chica deposita sobre esas ajadas mejillas y el guiño travieso que Vicente saca del baúl de otros tiempos.
De pronto, como conectados por un temor común, los dos clavan en mí sus miradas y Maruca dice: "De esto, ni una palabra... Papá no lo entendería"
Volveré... Sin duda es una Gran Peluquería.
 

octubre 30, 2013

No cuesta nada

La desilusión crónica es vivir para la Nada. Sin inquietudes, pasiones, anhelos..., cada día se convierte en una amalgama difícil de digerir, como esa bola de comida que un niño retiene por tiempo indefinido en la boca hasta que le obligan a tragar.
De igual forma que una tonalidad amarillenta en la piel puede alertar sobre un posible problema hepático, o la bandera blanca de su palidez ser el emisario de la anemia, el hollín que hoy ensombrece el rostro de la inmensa mayoría revela una grave carencia de felicidad.
La sonrisa debería desbancar a cualquier moneda, al oro, a las acciones de las empresas más rentables como valor para diagnosticar la verdadera salud de una sociedad. Por desgracia eso no ocurre, hoy triunfa un materialismo de usar y tirar que solo expande vacío a su alrededor y promueve la imposible necesidad de llenarlo como único camino para alcanzar unos sueños igual de huecos.
Pero también hay oasis.
Confluencia de la pequeña calle donde el hotel respira sosiego con la histórica avenida que transmite el rugido de la gran ciudad. Aún no es mediodía y, sin embargo, la gente camina como si transitara por los últimos segundos de sus vidas. Miradas de lija, máscaras grotescas de ceños fruncidos, pasos invasores que no saben de excusas... El semáforo que dosifica la incorporación de vehículos al gran torrente urbano acaba de cerrarse y el color verde todavía tardará, un pequeño afluente siempre debe servir al río y no al contrario.
Ahí mismo, delante de la línea imaginaria donde aguarda el primer vehículo, una joven invade la calzada mientras hace danzar tres pelotas entre sus manos. Lleva una peluca rosa, nariz de payaso y su ropa está salpicada con retales de vivos colores... Detengo mis pasos, no quiero pensar si salgo o ya regresaba, todo lo ocupa la magia de lo inesperado.
De pronto, llega hasta su lado un policía. ¡No, no!, en realidad es un chico con un disfraz grotesco que ridiculiza a la autoridad: gorra con la visera hacia atrás, porra prehistórica de cartón, pantalones cortos y un enorme bigote postizo. Ambos se enredan en una simpática coreografía que recuerda a las antiguas películas de cine mudo, ella luchando por continuar la representación mientras el agente intenta apresarla...
Por unos segundos, la ciudad cotiza al alza en la Bolsa más importante: la de la Emoción. Quienes hemos recibido ese regalo somos un poco más niños, porque la risa nos ha hecho soltar algún que otro lastre innecesario. Pero el semáforo cambia, regresa la prisa y muchos huyen en desbandada para no sentir el castigo de su látigo por haber osado desafiar sus tiranas directrices.
Apenas unas monedas recoge la gorra que han pasado los dos magos, ínfima recompensa por crear otro mundo posible, pero el cinismo se impone. Porque reír... ¿reír cuánto cuesta?
 


octubre 28, 2013

Sesión (dis)continua

¿Cómo despistar a un lunes cuya digestión viene haciéndose muy pesada?...
 Mientras la caricia de una cerveza artesana suaviza el escozor que el día ha dejado hasta ahora en mi ánimo, sigo buscando la respuesta. La noche temprana ya reina en la calle, mi cabeza exige de forma cada vez más vehemente una tregua y los músculos de la espalda entonan una desgarrada saeta, pero yo me niego a vestir el hábito de penitente y subir a mi habitación.
Y regreso al lunes, pero esta vez no para culparle del asesinato del fin de semana, sino para echarle un piropo: es mi día perfecto para ir al cine. Viernes, sábado y domingo son "Misión Imposible"; martes es "La duda", ¿voy hoy o mañana, que la entrada es más barata?; miércoles, claro, "Cuando ruge la marabunta" y, por último, el jueves "Camino a la perdición", donde estaré al día siguiente tras no haber atendido al agotamiento acumulado hasta entonces.
Decidido al fin, otra "madrileña" con espuma para celebrarlo y, entretanto, elegir la película... Una del espacio, con cierta profundidad de argumento y que transmite la sensación de flotar en el vacío, justo lo que necesito. ¡Y con la tranquilidad de poder regresar a tierra, nada de extraviarse eternamente con un traje que te convierte en el icono perdido de una marca de neumáticos!
Taquilla tranquila, unas veinte siluetas recortadas en el claroscuro de la sala y mi espalda y yo reconciliados gracias a la mediación de la cómoda butaca... Buena decisión.
Cuando otros títulos se están promocionando en la pantalla, una mujer muy alta, o bien, subida a unos zancos, avanza entre los asientos de la fila inmediatamente anterior a la mía. Sus brazos extendidos a ambos lados cargan con varias bolsas, como si de un espantapájaros de la moda se tratase, y su perfume fagocita el oxígeno y me obliga a respirar un número impar. Con todo, lo más desconcertante es que elige la butaca situada justo delante de la mía; de acuerdo, es una ubicación muy centrada pero no la única, ¡los asientos adyacentes también lo están!.
Por un instante, aunque sé que es imposible, clavo mis ojos en ella intentando discernir algún rasgo familiar, sueño despierto con una posible broma y trato de negar la fastidiosa realidad... Pero no, ¡qué va!, ésta al final se impone y como el universo se me va a quedar muy pequeño en estas circunstancias, soy yo quien se esquina y, al tiempo, recupero el placer de respirar un poco de aire cerrado.
La película empieza, pero yo no miro. Mis ojos son atrapados por el último destello del móvil en cinemascope que esa mujer exhibe como un estandarte cuando lo apaga. "Un problema menos", me digo intentando regresar al lugar donde estaba mi ánimo, doy el asiento por perdido, hasta hace unos minutos. Pero resulta imposible.
Porque ahí delante, la recién llegada da comienzo a un desfile interminable de envoltorios de patatas, palomitas, chocolatinas... Y además no se está quieta, su figura desgarbada se mueve constantemente y aparta mis ojos del espacio exterior y la serenidad del mío interno. Chisto, rechisto y hasta alzo la voz para exigir "¡Silencio, por favor!", pero no sucede nada y no comprendo cómo es mi queja la única que se oye en la sala.
¿La película... qué película?, podrían estar haciendo una versión de "Cabaret" con traje espacial y yo no me habría enterado. Al fin, completamente desquiciado, abandono la sala en busca de un acomodador, personal del cine, alguien... Pero tropiezo con una copia de la memorable escena que en "Abre los ojos" vaciaba la Gran Vía: pasillos y mostradores vacíos, silencio y muchas luces ya apagadas.
 Me rindo, regreso al mundo. ¡Quién me mandaría a mí ir un lunes al espacio!







octubre 27, 2013

Solo ida

Me sobra tiempo, ¡seguro!
La exposición que he elegido para sazonar la tarde del domingo permanecerá abierta hasta las siete, y son poco más de las cinco. Desde el hotel y bajo la cúpula de un cielo que hoy sí es "madrileño", un paseo agradable de media hora, quizá menos.
¿Qué imagen de nuestra historia, pienso al cerrar La 13, calará más hondo en el terreno de mis emociones? Inevitablemente, por mi cabeza desfilan algunas de ésas que, podrían denominarse, fondo común de la memoria colectiva... Pero, francamente, yo espero ser sorprendido.
Eso sí, no al cabo de unos cuantos pasos. Y más aún, es mi oído y no la vista el sentido agraciado. Antes incluso de llegar a su altura, las notas del piano situado en la planta baja, cerca del bar, me envuelven con su magnético hechizo. Un virtuoso espontáneo, atrapado por la mágica proximidad del instrumento, ha probado suerte con la tapa que protege las teclas y... Ya ha congregado a un pequeño grupo de personas alrededor, ancladas como yo a ese inesperado regalo.
Cuatro o cinco piezas más tarde, encantado como centro de atención, el joven sigue tocando pero "¡Debes irte ya!", empieza a impacientarse mi reloj. Así que me marcho, escondido entre los tímidos aplausos que recoge la última canción, hasta que la música descubre mi fuga y, perseguido por los acordes de "Dream a Little Dream of Me", me dejo atrapar y regreso como gustoso rehén a mi celda.
Cuando el concierto concluye, el chico debe haber engordado ya lo suficiente y decide cuidar su línea de orgullo, mi única alternativa es utilizar algún transporte que me deje en el Paseo de Recoletos. No me apetece utilizar el Metro, la luz hoy durará incluso menos por el cambio horario, así que afortunadamente la recepción del hotel le hace un bypass excepcional al tiempo y, en menos de un minuto, sé todo lo necesario sobre el autobús que debo coger.
¡Y hasta tengo suerte!, llego a la parada y frente a mis ojos se detiene el número que me han anotado. Una anciana es la primera en subir, bueno al menos lo intenta porque sus piernas cansadas parecen rebelarse ante esa intención. Otros viajeros la esquivan y buscan asiento, la caída me parece cada vez más cierta pero no sé si estoy exagerando y si mi ofrecimiento de ayuda puede llegar a molestar, el semáforo vuelve a cerrarse...
El sonido de la portezuela que delimita el puesto del conductor cuando se abre, una mano inmensa que enlaza los dedos frágiles y esa voz potente, "¡Vamos arriba, abuela!", ante la cual la vejez parece esfumarse, me sitúan un instante después en el asiento situado junto a la puerta de entrada con el autobús en marcha. Aunque eso es lo de menos ya, ni siquiera presto atención al itinerario ni a la parada donde debería bajarme...
Mis ojos permanecen clavados en el héroe y, lo reconozco, no tanto por su noble gesto sino porque... ¡quien maneja el volante es idéntico a Kurt Russell! El actor, sí. Años ochenta, películas de acción... ¿Alguien sufrió también "Tango y Cash" en un cine?..., pues el que no era Stallone.
Pelo largo más allá de la nuca ordenadamente desordenado, mandíbula noventa grados, ojos claros, camisa remangada hasta los codos y una sonrisa en sus labios casi permanente. No importa que ese coche se haya cruzado de repente, la protesta airada de un viajero que no había solicitado bajar, el chico que ha intentado pasar sin billete... nada consigue agrietar su serena alegría. ¡Si hasta choca la mano con los niños!
Así, ensimismado, el trayecto me sorprende en la última parada y, claro, mi actitud poco discreta no le ha pasado desapercibida:
- Esta es la última, tiene que bajarse. Si nos conocemos, yo no me acuerdo, así que Vd. dirá...
Le explico, alabo su excelente actitud como ejemplo a seguir y, por último, confieso que he dejado de lado mi plan inicial porque nunca había visto nada parecido.
- Desde luego... ¡Es una lástima que disfruten los domingos las personas que no saben hacer más que tonterías! Bueno, tiene que bajarse igual. Salgo en diez minutos de vuelta desde allí enfrente, si quiere seguir mirando.
El camino de vuelta, ¿adivinas?, mejor lo inicio andando.

octubre 26, 2013

¿La princesa está triste?

Sábado traidor. 
La ciudad emborronada que hay detrás de la ventana es una pelota de goma en vez de el balón de reglamento que yo pedí para el fin de semana.
Por suerte, aquí sirven churros recién hechos para desayunar y el café es excelente... No sé afuera, pero ahora llueve menos en mi interior.
Decidido a no invitar al paraguas a salir conmigo, atravieso el hall y la suerte premia mi osadía: unos tímidos rayos de sol han comenzado a limpiar la calle. 
Y como es otoño, ¿dónde ir para que ocres, rojizos y marrones aviven la meláncolica nostalgia, el pensamiento..., la prudencia para no resbalar sobre su alfombra mojada?
El Retiro no es un parque, es un monasterio al aire libre.
Aquí, apenas has dado unos pasos, uno tiene la sensación de haber dejado ahí atrás, apoyado en su verja, lo mundano. Los sentidos se amotinan y niegan espacio a cuanto no sea disfrutar de cuanto te rodea.
Camino sin más y, pese a que el día invita pero no asegura pagar la cuenta, paso a formar parte del paisaje. El estanque  y su pequeño bazar, el paseo donde las únicas ruedas son las de bicicletas y patines, un palacio forjado con luz y cristal, el ángel díscolo condenado a ser escorzo eterno, rosales huérfanos de colores y fragancias... Y ella.
Fascinante adolescencia que, en ese momento, se viste de desafío para gritarle al chico que tiene a su lado: "¡Que no tío, yo esta tarde salgo! Si quieres ver el partido, te vas tú". Apenas unos segundos después, cuando el aire todavía está impregnado con el gesto grosero que él ha dejado como despedida, la joven repasa cada rincón de su entorno, probablemente para asegurarse que nadie ha presenciado esa escena y, sobre todo, su final. Sus ojos, oscurecidos por una fuga de rímel, tropiezan con los míos, pero yo no cuento.
De pronto, el silbido más popular hoy en día entra en escena y sus dedos, toda ella, se funden con el teléfono móvil. El gesto oculto tras la brillante planicie de la melena que cae a ambos lados de su cara, bolso enorme ahorcado del antebrazo por su propio peso, botas de ante  en cuidados intensivos por la lluvia y cuyo fatal destino ha hecho combinar con el suicida y ese vaquero ajustado que, si los pulmones estuviesen en las piernas, le impediría respirar... nada cuenta, la persona se ha perdido tras el frenético pulsar de las teclas.
Hasta que, sin previo aviso, el teléfono es derrocado y sube al poder una pequeña caja que la chica sitúa frente a su cara. Con asombrosa rapidez, elimina los daños que causó la rabia, luego se maquilla y, cuando repasa el resultado, vuelve a ser todopoderosa.
Para mi sorpresa, no es el chico quien regresa con una bandera de tregua, sino otra princesa de la pubertad que anuncia varios metros antes de llegar hasta su amiga: "¡Ha venido Javi, tía... Y trae a su primo!". Al cabo de dos gritos y cuatro o cinco cuchicheos más, las dos desaparecen y yo sigo mi paseo con el eco de su risa histérica en mis oídos.
Por la tarde, decido ver el partido en el bar del hotel. Y me acuerdo de ese chico que, tal vez, tenga sus ojos nublados por un velo de culpabilidad... Lástima que no esté aquí, donde la simpatía y la inmensa sonrisa de la camarera convierten el resultado final en pura anécdota.
 
 
 

octubre 25, 2013

¿Qué es Room 13?

Un juego, un enigma, un paseo, mirar...
Artistas callejeros. ¿Has posado alguna vez para uno de ellos? ¿Has querido saber cómo te ven los demás, descubrir qué dice tu rostro en realidad?
Quizá no has sentido ese impulso, o lo has convertido en silencio, pero... ¿te has detenido a observar el reflejo de otros sobre el lienzo?
La curiosidad es como echar a andar: no sabemos dónde nos lleva, a veces causa algún que otro tropiezo, pero todos seguimos su estela.
Por eso te invito a La 13... Como mínimo, podrás asomarte al esbozo de aquellas personas que, de improviso, despierten la mía cuando deambulo sin rumbo por la ciudad. Si consigues dar conmigo, si tus pasos y mis comentarios te traen al umbral de esta puerta, te dibujaré si quieres.
Eso sí, no me atrevo con la pintura, mis retratos están hechos con palabras.
Quién soy no tiene importancia, pero también lo sabrás si me encuentras.
Madrid, un hotel y esta habitación escondida... ¿Juegas?