Gran Peluquería. El letrero se exhibe, orgulloso de sí mismo: caracteres con esa pátina que delata un pasado indefinido, pero en cualquier caso extenso, incrustados en la fachada del edificio. Los cristales biselados difuminan el interior y, al tiempo, lanzan un seductor envite a mi curiosidad. El oleaje azul, rojo y blanco que recorre sin descanso la columna cromada junto a la puerta hace el resto: voy a cortarme el pelo en 1.908.
Si tuviese que emplear un adjetivo para definir el local, sería "auténtico". No posee un refinamiento exquisito: el espejo que cubre una de las paredes laterales se oscurece en algunos puntos donde la humedad ha ahogado la capa de azogue, el damero que forman las baldosas del suelo olvidó lo que es brillar y las sillas donde soportar la espera parecen rogar que ésta sea corta también para ellas... Pero está el perchero y sus historiados ganchos de cobre, los sillones, que probablemente viviesen la inauguración del local, con el cuero desgastado y esa estructura metálica que atrapa la mirada en su reflejo deforme, la colección perfectamente alineada de tijeras, peines y navajas sobre la repisa, el asentador de cuero y los frascos de colonia y bálsamos que transpiran el aroma de una antigua masculinidad.
"El Sr. está primero y luego va Vd... Pero estamos terminando, serán cinco minutos", me ata con sus palabras un hombre ya entrado en años mientras me invita a tomar asiento. La espera ya sé que será mayor, pero hoy no me importa: estoy explorando esta zona porque es muy probable que, en breve, pase mucho tiempo aquí... El plural sí que despierta toda mi atención. Y no porque no me hubiese percatado de la presencia de otro peluquero, sino porque "él" resulta ser "ella".
Pelo azabache a lo "garçon", cuerpo enjuto, zapatos de gánster camuflados con el blanco y negro que pisan, nada llama su atención salvo la tijera y el peine que mueven sus manos.
"Ya puedes, Vicente", y el anciano que tengo a mi lado se dirige al sillón ahora vacío sin dejar de mirar a la chica. Al poco, yo también estoy sentado y una voz de jazz me dice "¿Cómo lo quiere?"... El grito anacrónico de un teléfono móvil destroza la escena y, dos minutos más tarde, las palabras "grúa", "depósito", "ahora" dejan tras de sí dos clientes y solo una peluquera.
La chica deshace las dudas: "¿Quiere que le corte yo, Vicente, o vuelve otro día?, papá tardará... Perdone, es que él estaba antes". Y Vicente acepta y al fin sonríe, gesto poco habitual en él pues hasta "Maruca", como la ha llamado, muestra su extrañeza.
A partir de ahí, asisto a un imprevisto y apasionante baile... La joven, que conoce perfectamente cada paso que da su padre en la cabellera de Vicente, se dispone a seguirlos de memoria, pero él la detiene, "¿No vas a lavarme la cabeza...? Y cuando regresan, yo no he dejado de repetir en un silencio envidioso "Viejo pícaro", la sorpresa se hace aún más grande:
- Maruca, nada del corte aburrido de tu padre, ¿eh? Que yo no le digo nunca nada porque no quiero que piense más de la cuenta y a mis años... todo vale. Pero hoy que he tenido suerte, hazme tupé, que esta tarde hay baile. ¡Ah! y quítame esas patillas de bandolero, que no sé por qué se empeña...
La danza que las tijeras ejecutan en las manos de Maruca va, poco a poco, restando años a la imagen reflejada en el espejo y, también, ensancha su sonrisa. El resultado final es asombroso, imposible no compartir la ternura de los besos que la chica deposita sobre esas ajadas mejillas y el guiño travieso que Vicente saca del baúl de otros tiempos.
De pronto, como conectados por un temor común, los dos clavan en mí sus miradas y Maruca dice: "De esto, ni una palabra... Papá no lo entendería"
Volveré... Sin duda es una Gran Peluquería.
Si tuviese que emplear un adjetivo para definir el local, sería "auténtico". No posee un refinamiento exquisito: el espejo que cubre una de las paredes laterales se oscurece en algunos puntos donde la humedad ha ahogado la capa de azogue, el damero que forman las baldosas del suelo olvidó lo que es brillar y las sillas donde soportar la espera parecen rogar que ésta sea corta también para ellas... Pero está el perchero y sus historiados ganchos de cobre, los sillones, que probablemente viviesen la inauguración del local, con el cuero desgastado y esa estructura metálica que atrapa la mirada en su reflejo deforme, la colección perfectamente alineada de tijeras, peines y navajas sobre la repisa, el asentador de cuero y los frascos de colonia y bálsamos que transpiran el aroma de una antigua masculinidad.
"El Sr. está primero y luego va Vd... Pero estamos terminando, serán cinco minutos", me ata con sus palabras un hombre ya entrado en años mientras me invita a tomar asiento. La espera ya sé que será mayor, pero hoy no me importa: estoy explorando esta zona porque es muy probable que, en breve, pase mucho tiempo aquí... El plural sí que despierta toda mi atención. Y no porque no me hubiese percatado de la presencia de otro peluquero, sino porque "él" resulta ser "ella".
Pelo azabache a lo "garçon", cuerpo enjuto, zapatos de gánster camuflados con el blanco y negro que pisan, nada llama su atención salvo la tijera y el peine que mueven sus manos.
"Ya puedes, Vicente", y el anciano que tengo a mi lado se dirige al sillón ahora vacío sin dejar de mirar a la chica. Al poco, yo también estoy sentado y una voz de jazz me dice "¿Cómo lo quiere?"... El grito anacrónico de un teléfono móvil destroza la escena y, dos minutos más tarde, las palabras "grúa", "depósito", "ahora" dejan tras de sí dos clientes y solo una peluquera.
La chica deshace las dudas: "¿Quiere que le corte yo, Vicente, o vuelve otro día?, papá tardará... Perdone, es que él estaba antes". Y Vicente acepta y al fin sonríe, gesto poco habitual en él pues hasta "Maruca", como la ha llamado, muestra su extrañeza.
A partir de ahí, asisto a un imprevisto y apasionante baile... La joven, que conoce perfectamente cada paso que da su padre en la cabellera de Vicente, se dispone a seguirlos de memoria, pero él la detiene, "¿No vas a lavarme la cabeza...? Y cuando regresan, yo no he dejado de repetir en un silencio envidioso "Viejo pícaro", la sorpresa se hace aún más grande:
- Maruca, nada del corte aburrido de tu padre, ¿eh? Que yo no le digo nunca nada porque no quiero que piense más de la cuenta y a mis años... todo vale. Pero hoy que he tenido suerte, hazme tupé, que esta tarde hay baile. ¡Ah! y quítame esas patillas de bandolero, que no sé por qué se empeña...
La danza que las tijeras ejecutan en las manos de Maruca va, poco a poco, restando años a la imagen reflejada en el espejo y, también, ensancha su sonrisa. El resultado final es asombroso, imposible no compartir la ternura de los besos que la chica deposita sobre esas ajadas mejillas y el guiño travieso que Vicente saca del baúl de otros tiempos.
De pronto, como conectados por un temor común, los dos clavan en mí sus miradas y Maruca dice: "De esto, ni una palabra... Papá no lo entendería"
Volveré... Sin duda es una Gran Peluquería.