Los golpes de la vida ablandan hasta los caracteres más duros.
He tardado casi una hora en llegar, el metro los fines de semana puede convertirse en una trampa si tropiezas con dos trenes que se marchan y te obligan a ser parte del mobiliario de los andenes durante diez minutos o más. Ningún otro asunto me trae por esta zona tan alejada, solo la insistente recomendación de un amigo para que, hoy sábado, olvide mi sagrado vermú del aperitivo en favor del frescor afrutado de un albariño que sirve de acompañamiento al, según sus propias palabras, "El mejor pulpo que se sirve en Madrid".
He tenido que desandar mis pasos porque, tal y como me había dicho, el local puede pasar desapercibido; una entrada pequeña, el cristal oculto tras una verja de hierro y el tosco dibujo de ocho tentáculos partiendo de una sonrisa parcialmente oculto tras las barrotes, ésa es toda su publicidad. Aún así, cuando abro la puerta comprendo por qué la promoción del negocio ocupa un lugar tan secundario.
Una barra no excesivamente larga atestada de vasos, botellas de vino sin etiquetar, codos en pugna continua, platos con la especialidad de la casa... El suelo es un vertedero de servilletas arrugadas y la repisa que recorre la pared situada justo enfrente es una breve copia de su hermana principal. En medio de ambas, personas que esperan poder ocupar el primer hueco libre a uno u otro lado. Las conversaciones gritadas, los pedidos a viva voz, el campeonato de motociclismo en la televisión son algarabía, disfrute compartido... Aquí no terminaré de leer mi libro.
Mientras me integro en el limbo de los cazadores de espacios, toca esperar sin remedio, repaso el mosaico de fotografías que decoran las paredes. Enmarcadas de forma desigual, dan testimonio de la inauguración, celebraciones importantes y, sobre todo, sirven de homenaje a muchos clientes, inmortalizados en esas imágenes junto a Juanmi, tal y como se conoce al dueño según proclama el añadido impreso en las servilletas junto a "Pulpería".
Le busco con la mirada, tratando de localizar ese rostro de mofletes rubicundos, el cuerpo macizo de un árbol milenario, la sonrisa orgullosa y fácil, pero ninguno de los dos camareros que recorren de lado a lado la barra sin parar responde a esa descripción y, además, son demasiado jóvenes. Tal vez, pienso, después de años de duro trabajo, ahora disfruta de una vida más cómoda y solo pasa por allí de tanto en tanto... Mi propia teoría no me convence, pero me doy por vencido cuando compruebo que el hecho de estar absorto en mis pensamientos, acaba de permitir a una pareja más avispada ganarme un sitio en la barra.
Los minutos pasan, pero yo no consigo un lugar. Hay que andar muy listo y aquí todos parecen conocerse, así que un extraño como yo tiene pocas posibilidades.
- Venga, venga por aquí... Sí, sí, usted -mi cara extrañada hace que esa voz tenga que repetirse.
Un hombre recién salido de la zona acristalada que hace las veces de cocina, donde se prepara el pulpo antes de sumergirlo en un inmenso caldero de cobre, se ha apiadado de mí y, tras retirar unas fuentes y varias bandejas de cubiertos, me habilita el último rincón de la barra.
- Nada, nada... -responde escueto a mi agradecimiento- ¿Qué le pongo?
Ignoro cuánto tiempo llevará viviendo aquí, pero su voz aún huele a mar, sus palabras suben y bajan como las mareas...
- ¡Hasta otra, Juanmi!
Mientras rellena mi vaso, responde con una mano silenciosa e, inmediatamente, vuelve a encerrarse en su cubículo, como si no quisiera ser visto. Pero no puede ser, es imposible. Ese hombre... ¿Juanmi?
Mi buen samaritano tiene un cuerpo que parece haber sido escurrido por la vida. Su rostro es como el plano de un edificio, está lleno de ángulos, ni rastro de la plácida carnosidad que yo andaba buscando. Y su mirada tiene la misma luz que el tiro obstruido de una chimenea. No, debe ser una coincidencia, quizá algún hijo con el ADN enfermo.
De nuevo, la intuición me advierte que estoy elaborando una teoría absurda fruto de mi propio desconcierto. Lejos de darme por satisfecho, intento desentrañar la verdad que se esconde tras esa cristalera nublada por el vaho. Allí, semioculto, ¿escondido quizá?, un hombre se afana en su trabajo, repitiendo una y otra vez movimientos que parecen una parte más de su propia fisonomía. No desvía su mirada y, sin embargo, parece controlar cuanto sucede más allá de su celda, de hecho, ha sabido rescatarme como cliente y no aceptar la pérdida asumida por los camareros. Pero es un hombre vencido, roto.. ¿cómo es pos...
- No parece el mismo, ¿eh? -mi vecino de barra es muy perspicaz o, tal vez, el hecho de no poder leer me ha transformada en un libro abierto.
- Pero... ¿es él, el mismo? -confieso mi extrañeza sin rodeos, ¿para qué?
En voz baja, desviando cada poco su mirada para asegurarse que el otro no descubre su revelación, me señala esa presencia femenina que he pasado por alto en buena parte de las imágenes. Siempre en un segundo plano, a veces adoptando idéntica postura a la que ahora mismo mantiene Juanmi al borde del caldero, una mujer evoca una sonrisa callada, mezcla de felicidad y cansancio, tal vez huérfana de algún sueño.
- Felisa se llamaba... Lo era todo para él, menos la madre de unos hijos que el negocio no quería permitir... -mi confidente parece necesitar unos segundos antes de seguir- Desde que le dejó, vive encerrado ahí, donde ella antes reinaba.
La hora del aperitivo pasó hace rato, el sábado sigue andando y yo soy el último adosado a una barra que gané por compasión. Mi amigo estaba en lo cierto, la fama es más que merecida. Aún así, creo que tardaré en regresar; la historia de ese hombre y su derrota han despertado el eco de mis propios errores y eso es mala compañía.
- ¡Gracias! -elevo la voz para que traspase el cristal cuando estoy a punto de irme.
No hay respuesta, nada... El Olvido exige a sus devotos absoluta fidelidad.