noviembre 30, 2013

Prisión

Los golpes de la vida ablandan hasta los caracteres más duros.
He tardado casi una hora en llegar, el metro los fines de semana puede convertirse en una trampa si tropiezas con dos trenes que se marchan y te obligan a ser parte del mobiliario de los andenes durante diez minutos o más. Ningún otro asunto me trae por esta zona tan alejada, solo la insistente recomendación de un amigo para que, hoy sábado, olvide mi sagrado vermú del aperitivo en favor del frescor afrutado de un albariño que sirve de acompañamiento al, según sus propias palabras, "El mejor pulpo que se sirve en Madrid".
He tenido que desandar mis pasos porque, tal y como me había dicho, el local puede pasar desapercibido; una entrada pequeña, el cristal oculto tras una verja de hierro y el tosco dibujo de ocho tentáculos partiendo de una sonrisa parcialmente oculto tras las barrotes, ésa es toda su publicidad. Aún así, cuando abro la puerta comprendo por qué la promoción del negocio ocupa un lugar tan secundario.
Una barra no excesivamente larga atestada de vasos, botellas de vino sin etiquetar, codos en pugna continua, platos con la especialidad de la casa... El suelo es un vertedero de servilletas arrugadas y la repisa que recorre la pared situada justo enfrente es una breve copia de su hermana principal. En medio de ambas, personas que esperan poder ocupar el primer hueco libre a uno u otro lado. Las conversaciones gritadas, los pedidos a viva voz, el campeonato de motociclismo en la televisión son algarabía, disfrute compartido... Aquí no terminaré de leer mi libro.
Mientras me integro en el limbo de los cazadores de espacios, toca esperar sin remedio, repaso el mosaico de fotografías que decoran las paredes. Enmarcadas de forma desigual, dan testimonio de la inauguración, celebraciones importantes y, sobre todo, sirven de homenaje a muchos clientes, inmortalizados en esas imágenes junto a Juanmi, tal y como se conoce al dueño según proclama el añadido impreso en las servilletas junto a "Pulpería".
Le busco con la mirada, tratando de localizar ese rostro de mofletes rubicundos, el cuerpo macizo de un árbol milenario, la sonrisa orgullosa y fácil, pero ninguno de los dos camareros que recorren de lado a lado la barra sin parar responde a esa descripción y, además, son demasiado jóvenes. Tal vez, pienso, después de años de duro trabajo, ahora disfruta de una vida más cómoda y solo pasa por allí  de tanto en tanto... Mi propia teoría no me convence, pero me doy por vencido cuando compruebo que el hecho de estar absorto en mis pensamientos, acaba de permitir a una pareja más avispada ganarme un sitio en la barra.
Los minutos pasan, pero yo no consigo un lugar. Hay que andar muy listo y aquí todos parecen conocerse, así que un extraño como yo tiene pocas posibilidades.
- Venga, venga por aquí... Sí, sí, usted -mi cara extrañada hace que esa voz tenga que repetirse.
Un hombre recién salido de la zona acristalada que hace las veces de cocina, donde se prepara el pulpo antes de sumergirlo en un inmenso caldero de cobre, se ha apiadado de mí y, tras retirar unas fuentes y varias bandejas de cubiertos, me habilita el último rincón de la barra.
- Nada, nada... -responde escueto a mi agradecimiento- ¿Qué le pongo?
Ignoro cuánto tiempo llevará viviendo aquí, pero su voz aún huele a mar, sus palabras suben y bajan como las mareas...
- ¡Hasta otra, Juanmi!
Mientras rellena mi vaso, responde con una mano silenciosa e, inmediatamente, vuelve a encerrarse en su cubículo, como si no quisiera ser visto. Pero no puede ser, es imposible. Ese hombre... ¿Juanmi?
Mi buen samaritano tiene un cuerpo que parece haber sido escurrido por la vida. Su rostro es como el plano de un edificio, está lleno de ángulos, ni rastro de la plácida carnosidad que yo andaba buscando. Y su mirada tiene la misma luz que el tiro obstruido de una chimenea. No, debe ser una coincidencia, quizá algún hijo con el ADN enfermo.
De nuevo, la intuición me advierte que estoy elaborando una teoría absurda fruto de mi propio desconcierto. Lejos de darme por satisfecho, intento desentrañar la verdad que se esconde tras esa cristalera nublada por el vaho. Allí, semioculto, ¿escondido quizá?, un hombre se afana en su trabajo, repitiendo una y otra vez movimientos que parecen una parte más de su propia fisonomía. No desvía su mirada y, sin embargo, parece controlar cuanto sucede más allá de su celda, de hecho, ha sabido rescatarme como cliente y no aceptar la pérdida asumida por los camareros. Pero es un hombre vencido, roto.. ¿cómo es pos...
- No parece el mismo, ¿eh? -mi vecino de barra es muy perspicaz o, tal vez, el hecho de no poder leer me ha transformada en un libro abierto.
- Pero... ¿es él, el mismo? -confieso mi extrañeza sin rodeos, ¿para qué?
En voz baja, desviando cada poco su mirada para asegurarse que el otro no descubre su revelación, me señala esa presencia femenina que he pasado por alto en buena parte de las imágenes. Siempre en un segundo plano, a veces adoptando idéntica postura a la que ahora mismo mantiene Juanmi al borde del caldero, una mujer evoca una sonrisa callada, mezcla de felicidad y cansancio, tal vez huérfana de algún sueño.
- Felisa se llamaba... Lo era todo para él, menos la madre de unos hijos que el negocio no quería permitir... -mi confidente parece necesitar unos segundos antes de seguir- Desde que le dejó, vive encerrado ahí, donde ella antes reinaba.
La hora del aperitivo pasó hace rato, el sábado sigue andando y yo soy el último adosado a una barra que gané por compasión. Mi amigo estaba en lo cierto, la fama es más que merecida. Aún así, creo que tardaré en regresar; la historia de ese hombre y su derrota han despertado el eco de mis propios errores y eso es mala compañía.
- ¡Gracias! -elevo la voz para que traspase el cristal cuando estoy a punto de irme.
No hay respuesta, nada... El Olvido exige a sus devotos absoluta fidelidad.


Infinita

La Adolescencia me invita a cenar. Acepto encantado.
Una cadena de pizzerías con vocación de servicio a domicilio, como pone de manifiesto la pequeña flotilla de motocicletas perfectamente alineadas frente a la puerta de entrada. Atención telefónica, ofertas de la semana, masas manufacturadas y en veinte minutos, "¿Necesita cambio?", puedes abrir el restaurante en el salón de tu casa, así nunca tienes problemas para encontrar mesa.
Pero esta noche es improvisación, antojo, necesidad de resguardarse del frío por un rato. El local, a diferencia de otros con apenas espacio para un mostrador donde encargar y recoger los pedidos, es amplio y tiene un buen número de mesas. Probablemente, la buena acogida que registra entre la colonia adolescente de la zona tenga mucho que ver con eso; independencia y amigos a precios económicos, una combinación perfecta.
Dos medianas, refrescos, "No, no... Aunque esté muy bien de precio un litro es demasiado, tamaño normal para ambos", el ticket con el número de pedido y quince minutos de espera, "Más o menos, avisamos por megafonía cuando esté listo". Elegimos una mesa situada al lado de la ventana; al otro lado del cristal pequeños grupos intercambian caladas, risas, libertad absoluta sin cargos..., es una de las grandes ventajas de esa etapa. Cuando el tiempo para recoger su encargo está a punto de caducar, ocupan una de las otras mesas y el bullicio se traslada al interior.
No hace falta mirarles, me alegra recordar perfectamente qué está sucediendo alrededor. Planes para el fin de semana, "¿Cuántos días faltan para las vacaciones... Veintiuno, catorce de clase... ¿Todavía?", críticas a los profesores, bromas y risas continuas, canciones, "Mis amigos es todo cuanto necesito para estar bien", algún que otro noviazgo en estado latente... Pero, al menos esta noche, para mí son solo un estridente murmullo lejano; toda mi atención es para mi compañera de mesa.
"Trescientos setenta y dos, su pedido", ¡ahí está la cena!. Cuando regreso, seguimos la charla donde la habíamos dejado. Anécdotas de su propia pandilla, la vida de ese actor tan guapo completamente diseccionada, canciones que me regala desde su móvil, la senda elegida para proseguir sus estudios en el futuro... Y yo no hago más que mirarla.
Su edad es apenas la antesala de la gran mujer que será, el pelo suelto un océano ondulado de suaves sueños, los ojos el misterio más bello que existe, su risa la vacuna contra el desánimo, su cariño y su complicidad mis tesoros más valiosos.
¡Tanto desde que la acogí en mis brazos inseguros por primera vez! Y ya en aquel momento, como siento ahora mismo, supe que es la única persona a quien siempre voy a querer más que a mí mismo, ¡la única! Ella es el antídoto contra mi egoísmo, mi corazón, mi orgullo, mis pensamientos, quien me enseña tanto a diario... No hay medida que pueda contener su realidad.
"¡No te pongas pesado!", me diría si pudiese oírme. Aún así, yo creo que lo sabe, lo intuye, y por eso protesta cuando me descubre observándola.
De nuevo en la calle, una hora y media pizza sobrante después, el frío nos araña en la parada del autobús. Cuando busca cobijo en mis brazos, me quedo con ese momento, otro más de mis "eternos".
Me faltará tiempo a su lado, nunca será suficiente. Por eso, como si mis palabras pudiesen darle a ella calor y a mí consuelo, susurro en voz baja "Te quiero, Petisa" y sonrío al comprobar en el panel informativo que podré seguir haciéndolo, al menos, durante ocho minutos más.
 


noviembre 29, 2013

Sorpresa

El mejor regalo: un momento inolvidable.
He crecido en un barrio humilde de la ciudad. Bloques de viviendas, mercado, tiendas donde la realidad cotidiana estaba al alcance de la mano y no en una "nube", plazas que se llenaban de partidos y, a veces, de alguna pelea... Y bares, puntos de encuentro mayoritariamente masculinos con cartas, dominó y fútbol formando una Trinidad tal vez no santísima, pero sí inexcusable para los habituales. Eran otros tiempos, claro, otras costumbres, otras vidas. Y yo un chaval.
Hoy, casi todo ese paisaje es apenas recuerdo y, a veces, lo echo de menos. Por eso vuelvo al lugar donde estuve viviendo durante casi dos años, otro de los barrios más populares, Usera. Allí todavía hay comercios, las calles laten con gente que viene y va, la vida no ha sido encerrada en un centro comercial. Por tener, tiene hasta su propio equipo de fútbol con orgullosa solera, el modesto Moscardó, capaz de congregar a un buen número de aficionados en domingos alternos. Y muy cerca de su estadio, otra importante razón para regresar: El Fogón.
Como si de una estancia más de sus casas se tratase, los vecinos se congregan en ese bar restaurante para compartir barra, comentarios, saludos, expansión y buena cocina. Aquí extienden la alfombra roja para todo aquel que entra por la puerta, sea o no cliente habitual.
Esta tarde, mientras apuro un segundo vino, una chica ultima los detalles de algún tipo de celebración. Ha juntado un par de mesas y, frente a cada una de las sillas está terminando de colocar un gorrito de cartón y un matasuegras. Su cuerpo es elegante, como una caricia apenas insinuada con las yemas de los dedos, tempestuoso, la silueta que marca su jersey es la tormenta perfecta, y sensual, el roce de sus medias es un blues que invita a soñar... Las manos, dedos largos que planean con suavidad, cuidan cada detalle y sus ojos visten de ilusión, quizá terminando por anticipado lo que aún es un boceto. Pero sin lugar a dudas es su boca, cuando sonríe al imaginar, el rasgo que atrapa; esos labios serían capaces de convencer a la melancolía para que siempre llevase un vestido de colores.
Poco a poco, van llegando las personas con quienes ha estado hablando por teléfono mientras lo preparaba todo, "¡Sí, sí, en El Fogón!, no tardes... Hoy no hay clase que valga, estamos de cumpleaños... La trae aquí directamente, ya se inventará algo...", quienes muestran en sus caras algo parecido al desconcierto cuando ven el escenario preparado. Todos son amigos, mucho más; lo certifican besos, miradas, algún que otro paso de baile improvisado, esa manera de estar donde no hay sitio para nada que no sea cariño. Aún así, los recién llegados no dejan de interrogarse con la mirada cuando la chica no les ve... ¿Qué está pasando?, no entiendo nada.
Finalmente, una llamada perdida al móvil avisa que está a punto de llegar... "¡Felicidades!", gritan todos según lo acordado hace apenas un instante, cuando dos chicas abren la puerta, "Pero es que vamos a llegar tarde y tú encima eres la profesora, ¿se puede saber qué te pas...", y se quedan petrificadas ante ese estallido de emoción.
- ¡Pero bueno! ¿Y esto a qué viene, os habéis vuelto locos? -está contenta, muy contenta, pero al igual que todos, salvo la "chica blues", hay algo en su mirada que no acaba de encajar-. Mi cumpleaños es pasado mañana...
- Pero... ¿qué dices, cómo...? Es hoy, ¿no? ¿Eh? -le pregunta a ella, les pregunta a todos, aunque ya conoce la respuesta.
- Estabas tan ilusionada, has organizado todo esto y, cuando has empezado a llamarnos para venir... ¿cómo íbamos a decirte nada? -decide explicarse al fin la otra recién llegada.
Hay unos segundos de incertidumbre, nadie sabe bien qué hacer, cómo actuar a partir de esa aclaración... La risa limpia, ruidosa, espontánea, torrencial de la equivocada anfitriona aleja cualquier atisbo de tormenta, "¡Por eso os mirabais tanto! ¡Ay, madre...", y enseguida los abrazos, las risas, los besos compartidos todo lo ocupan y nos hacen partícipes de su alegría a quienes tenemos la fortuna de asistir a una demostración de auténtica amistad.
Cuando abro la puerta para irme, un coro de voces entona el "Cumpleaños feliz" en versión matasuegras... Sonrío y les miro para retener su imagen en el alma.
¡Felicidades a todos!


noviembre 28, 2013

Urgencias

La calle de los escapistas. Así llamo yo a Preciados.
Desde hace algunos años, su extraño trazado fue declarado peatonal en su totalidad; sin embargo, cualquier persona que se aventure en ella tiene bastantes posibilidades de ver cómo sus pasos son interrumpidos por diversos motivos, dependiendo del tramo en el cual se encuentre.
El trayecto que fue cerrado al tráfico, comprendido entre la Plaza de Santo Domingo y la Plaza de Callao, es territorio de restaurantes; a medida que se aproximan los horarios de la comida o la cena, un rosario de simpáticas chicas intenta captar a posibles comensales con una sonrisa, un menú y su precio recitados a toda prisa y una octavilla de publicidad. A continuación y siguiendo hacia la Puerta del Sol, la zona comercial propiamente dicha y, en concreto, el tramo hasta la calle Maestro Victoria; zona de voluntariado y solidaridad donde, a diario, jóvenes de diversas organizaciones humanitarias intentan captar nuevos socios. Por último, los metros que desembocan a los pies del reloj más famoso de la ciudad, el mismo que certifica la muerte y nacimiento de cada año con sus campanadas; artistas callejeros y esclavos de la venta ambulante luchando por sobrevivir y siempre atentos a la irrupción de la policía.
Los habituales, como yo, a menudo nos desviamos unos cuantos metros por la ruta paralela que marca la calle del Carmen, menos concurrida. Si tienes prisa, o bien, no quieres enfrentarte a tu conciencia y a la sonrisa resignada de los voluntarios cuando les niegas unos minutos, es lo mejor. ¿Insensible?, no; más bien imposible prestar tiempo y ayuda a tantas causas necesarias.
Hoy me he despistado. De pronto, mis cavilaciones me sitúan en medio de la campaña que una organización médica lleva a cabo para obtener nuevos socios que financien su labor de ayuda en las zonas más olvidadas. Chalecos identificativos sobre su ropa, carpetas de plástico con una pinza que aprisiona los formularios, miradas sagaces en busca de posibilidades, unos cuantos pasos compartidos que te dicen "¿Tienes un minuto...?", simpatía inmune a cualquier respuesta o gesto despectivo, que también los hay... Son los guardaespaldas de millones de seres cuya única posesión es la esperanza.
- Espera, no te vayas. ¿Podemos hablar?...
Ha aparecido de pronto junto a mí, ni siquiera le había visto, pendiente como estaba de evitar a sus compañeros. Forma parte de la campaña, sí, pero... es diferente. Joven aún, si bien su edad le separa unos cuantos años de los demás. Alto, moreno, la piel canela por el sol, atlético, ojos verdes, barba incipiente difuminada..., parece el protagonista de uno de esos anuncios que, un año más por estas fechas, ahogan nuestras vidas en fragancias y perfumes.
- Lo siento, tengo prisa... -respondo sin detenerme para no crear falsas expectativas.
- ¡Venga!, déjame invitarte a un café y así me quito un poco de este frío...
Definitivamente, pienso, va por libre, es el responsable del grupo, quizá un caradura, un innovador..., no acierto a quedarme con ninguna opción, pero me detengo y acepto. No sé por qué lo hago, no he cambiado de opinión, pero le sigo cuando traspasa la puerta de la cafetería.
- Gracias. Ahí fuera toda la mañana... es difícil -me dice apartando a un lado la carpeta y el bolígrafo.
- Lo imagino -miento con buena intención, pero miento-. Es admirable vuestra labor, lo digo en serio, pero yo...
- No voy a pedirte que te hagas socio, tranquilo. Solo quería charlar unos minutos, dejar de tiritar, ya te lo he dicho.
A partir de ahí y con mi sorprendido silencio dándole pie, el chico me dice quién es, "Estudié Medicina para ayudar. Cuando comprendí que aquí, en el mejor de los casos, solo podía aspirar a ser un suplente temporal de mis propios sueños, me marché tras ellos", qué hace hoy en la calle, "Volví hace tres semanas... Después de dos años, es la primera vez. Y ha sido fantástico abrazar a mi familia de nuevo, a los amigos, pero quiero regresar, ¡es necesario!", por qué, "Nadie les ayuda, la gente muere a diario por enfermedades que aquí apenas recordamos, por infecciones simples, por falta de vacunas... No puedo quitarme de la cabeza a quienes tuve que dejar postrados en unos míseros camastros", cómo, "He salido a la calle para recaudar, solo para eso. Si conseguimos nuevos colaboradores, quizá me envíen de nuevo allí... De todas formas, pienso volver, estoy decidido".
- ¿Te han dicho en alguna ocasión que te pareces mucho a ese actor, cómo se llama... el que se hizo famoso en una serie de hospitales, el de los anuncios del café? -me reprendo a mí mismo, pero es cuanto se me ocurre para sacarle de ese estado catatónico al cual parecen haberle llevado sus palabras.
- Sí, sí... Y no me quejo, que conste -al fin una media sonrisa que le devuelve a la vida-... Pero eso no sirve de nada. ¿Y tú?, ya veo que en realidad no tenías prisa...
- No, no mucha... ¿Qué cuota tengo que pagar si me hago socio?
Unos minutos después, de nuevo en la calle, mis ojos regresan al lugar donde él sigue luchando por sus pacientes, por todos nosotros en realidad, mientras sigo mi camino. No ha dejado que le invite, "No hemos quedado en eso", ni siquiera sé su nombre y no ha permitido que rellene el formulario, "Las urgencias no hay que tratarlas con prisa. Piénsalo. No importa que sea caridad, pero si solo lo haces por eso... tal vez te arrepientas".
Hoy ya no regresaré a Preciados. Estoy deseando que llegue mañana.

noviembre 27, 2013

Retaguardia

La vida al final. ¿Qué sensaciones despertará la certeza de saber que, por mucho que se alargue, el tiempo que resta siempre es mucho menor a los años transcurridos?...
Hoy no debería estar aquí, en los pasillos del hipermercado, agotando mi escaso tiempo disponible tras otra larga jornada de trabajo. La nevera me ha obligado; esta mañana, a modo de despedida, sus estantes me lanzaron un ultimátum: repoblación o hambre. Traté de obtener una moratoria en el armario donde guardo los cereales..., pero había olvidado que, la noche anterior, esquilmé todos sus recursos. Llegaré tarde a casa pero, al menos, la cena no será un sucedáneo.
Afortunadamente, los pasillos aparecen bastante más despejados que cualquier fin de semana, ¿debería cambiar mis hábitos?, lo cual facilita el renqueante avance de mi cesta. A veces, pienso que no es casualidad, no puede serlo; o tengo muy mala suerte, o todas presentan un estado igual de lamentable. La verdad, prefiero la segunda opción; mejor víctima que culpable.
De camino hacia los pasillos de "Cuidado personal", no como espuma de afeitar pero ya que he venido..., llama mi atención la presencia de un señor mayor en el amplio espacio dedicado a los videojuegos. Su mirada gira en busca de ayuda, pero no parece haber nadie en la sección y yo, francamente, me declaro un ignorante total, así que sigo adelante.
Veinte minutos y unas cuantas cajas sin servicio más tarde, la fila que recoge una de las pocas activas es considerable. No todo iban a ser ventajas; alejarse del rebaño, siempre tiene un precio. Es cierto que existe la opción de amistad que ofrecen esas otras donde uno es cliente y cajero al mismo tiempo, pero yo prefiero amigos de carne y hueso. Así que toca esperar.
La procesión avanza despacio, tengo tiempo de sobra para comprobar que, por suerte, el abuelo parece haber tenido éxito. Me precede, al final ha acabado antes, aun cuando yo no he tenido que esperar la ayuda de nadie. Ahora que puedo fijarme, observo la cesta de plástico que sujeta su mano izquierda. En realidad, se trata de un set de petanca; seis bolas metálicas nubladas por la arena de muchas tardes, un boliche de madera y ese trozo de gamuza perfectamente doblado que él debe haber indultado del cubo de la basura, a juzgar por su apariencia famélica. En su mano derecha, la caja de plástico protegida que contiene el videojuego.
- Es para mi nieto -me dice, alentado por la atención que le muestro-, pero no estoy seguro... Tiene varios de motos, le gustan mucho. Me han dicho que acaba de salir, que es el último...
- Sí, debe ser el del campeonato de este año -confirmo cuando me lo enseña-. ¡Le va a encantar!
- Mañana es su cumpleaños, ¿sabe? Y mi hija... bueno, se quedó sin trabajo hace unos meses, así que... La abuela y yo se lo vamos a regalar. ¡Es que es carísimo, una locura!
De pronto, siento ganas de abrazarle, aunque logro contenerme. Parece un hombre sencillo; su aspecto no indica que el dinero invertido en esa ilusión les sobre, ropa comida por el uso, rostro surcado por arrugas de duro trabajo y, sin embargo, sus ojos brillan impacientes, quizá imaginando el momento en que el muchacho abra su regalo. Héroes, de nuevo en primera fila del frente de batalla; deberían disfrutar de un merecido retiro y, sin embargo... son el sustento de muchas familias.
- Además -me dice en tono confidencial, mientras me enseña un vale de regalo-, nos vamos a ahorrar diez euros... Algo es algo.
Por desgracia, la cajera le explica que no puede aplicar ningún descuento. Ese vale caducó ayer, cuarenta y ocho horas después de su entrega, únicamente era aplicable si la compra efectuada superaba los cincuenta euros de nuevo y solo sobre productos de cosmética y alta perfumería, "Para ayudar con los regalos de Navidad"  concluye a modo de disculpa.
- ¡Pues menuda ayuda!, gastar y gastar para que te den una miseria y, encima, no te dejan elegir... Nada, nada, cobre usted -dice resignado, mientras saca una cartera con la piel marcada por los latigazos de la vida.
Un silencio respetuoso le da la razón, pero eso de poco sirve. La cinta se pone de nuevo en movimiento, mi compra avanza y solo queda desearle suerte... Su teléfono móvil interrumpe mis palabras.
- Hola, hija... Sí, acabo de comprarlo, dile a tu madre que ya voy para casa... ¡Ah!... ¡Cómo me va a importar!, se lo regalas tú y ya está... Por eso no te preocupes, el día que puedas, nosotros no lo queremos para nada... Claro, claro, para que sea el nuestro; ahora mismo entro otra vez entonces, ¿qué número gasta ya?...
"¡Feliz cumpleaños, chaval!, eres muy afortunado", es el brindis que lanzo esa misma noche mientras saboreo la cena.


noviembre 26, 2013

Cotización

Un sobre color marrón bajo el brazo.
La comida todavía está lejos y, frente a las vitrinas vacías, su mano empuja una bandeja innecesaria. La botella de agua y el vaso son como dos pequeñas gotas en un inmenso y sereno océano de plástico. La chica avanza deprisa, no hay nadie esperando. A esa hora, el hospital son consultas, quirófanos, partes médicos..., solo están ocupadas algunas mesas de la cafetería. La cajera tarda en llegar, "¿Nada más?"  pregunta con desgana; "No", es la respuesta de cabeza baja que le permite, tras entregar unas cuantas monedas, volver a embalsamar cuchillos y tenedores en servilletas de papel. La chica aún se demora unos segundos, hasta que localiza la mesa más alejada.
Un sobre color marrón que le impide tomar asiento.
Inmóvil, todavía de pie, sus manos no saben si rasgar o no uno de sus extremos. Finalmente, se deja caer, parece un junco abatido que nunca se volverá a enderezar. Los brazos le cuelgan callados, la barbilla es un punzón sobre su pecho y los ojos dos pozos vacíos con un lecho de lodo marrón en el fondo, prisioneros del sobre que ha dejado encima de la mesa. El abrigo ha sido arrojado sobre el breve respaldo de la silla y sus mangas barren el suelo; su bolso abierto esparce un paquete de pañuelos, un mechero y unas gafas de sol sobre la silla contigua.
Un sobre color marrón que le delata.
No puede esconderse, no importa lo lejos que se haya ido del resto. Cualquiera de los motivos que nos haya llevado allí a los demás, ha dejado de importar. Esa joven con aspecto fantasmal es un megáfono que alienta nuestra curiosidad. Resulta fácil imaginar que el contenido de su acompañante puede ser lo suficientemente grave como para posponer el descubrimiento, quizá su aterradora confirmación. A medida que una palabra de seis letras invade la atmósfera, más crece nuestro interés. Porque el drama es el principal valor en la Bolsa de las emociones; la felicidad también obtiene buenos dividendos, es cierto, pero su resultado final siempre queda lejos.
Un sobre color marrón esclavizando su voluntad.
"... Porque no puedo, ya te lo he dicho. Yo sola... prefiero esperar", el móvil parece exigirle valentía, arrojo, decisión, pero no tiene ninguna posibilidad. Mientras reconoce su derrota, "Tengo miedo... ¿Qué va a pasar si...?", su mano izquierda expone el contenido a un absurdo contraluz; ninguna pista, nada se aprecia, el misterio parece aún más oscuro. Sus ojos taladran la puerta, "Estaba aparcando, me ha llamado hace diez minutos... ¡Y yo que sé!... No habrá plazas en el aparcamiento, andará perdido, ya sabes que se orienta fatal...", pero ésta le niega la respuesta que espera con ansiedad.
Un sobre color marrón dictando sentencia.
Un beso fugaz donde cabe toda la ternura, todo el amor y, también, la angustia de este mundo. Él ha llegado por fin y sus explicaciones están fuera de lugar. Todos estamos esperando, ellos lo saben, pero... no pueden afrontar más batallas, no les quedan fuerzas. Deberíamos respetar su intimidad, pero resulta imposible; apenas conseguimos disimular poco y mal. "No, deja... Prefiero hacerlo yo", advierte ella de pronto enorme, entera, valiente, cuando exige ser quien afronte el veredicto en primer lugar. Él acepta resignado, lo entiende, pero... "¡No, por favor, no!", es su último pensamiento.
Un sobre color marrón abandonado.
Los dos fusionados en una única persona se alejan por el pasillo hacia la salida. Sus manos entrelazadas, cada uno apuntalando la debilidad del otro. Lloran, ambos lo hacen, pero en sus sollozos se entremezcla la risa nerviosa de la salvación, de las oportunidades ganadas al destino, de las promesas para exprimir cada segundo... Los demás nos quedamos vacíos, como ahora está el sobre, de nuevo ocupados en nosotros mismos.
La sesión de hoy se cierra con grandes pérdidas, provocadas por una inmensa e inesperada alegría.


noviembre 24, 2013

Aire

Esta mañana, arropado por la cálida caricia que el sol envía a través del cristal, me siento en La 13 frente a su ventana con el susurro de un café en la mano.
A mi alrededor, ya son treinta los retratos que decoran sus paredes. El número no impresiona, no tiene por qué. Sin embargo, cada una de esas personas es infinita, yo solo he tenido la fortuna de asomarme a un pedazo de su realidad. Aunque no puedan saberlo, les guardo una profunda gratitud.
También a ti, que has querido visitar esta habitación. Sin tus lecturas, tus comentarios, nada tendría sentido. Ya eres 13 y será un privilegio seguir contando con tu atención. La puerta sigue abierta, siempre lo está, para cualquier persona que desee traspasar este umbral en busca de un retrato ajeno, ¿quizá uno propio?... ¡Pasad!
Ahora salgo a la calle. Voy a mecerme en el suave vaivén del domingo, pasear, inspirar la ciudad. Quiero que La 13 se acerque aún más a la calle, a quienes dibuja, a ti... Que la vida sea su escritorio.
Me acompañan un bolígrafo y una libreta. ¿Vienes?...

noviembre 23, 2013

Cegado

Nadie quiere ser una isla desierta.
Parejas, aquellos que aspiran a serlo, amantes con pasaporte de olvido, los desconocidos con un "Quizá" en su mirada..., la búsqueda del plural feliz puede adoptar muchas formas porque, en la guerra contra la soledad, cualquier amor vale.
El Jazz carece de melodía. Tal vez por eso, el hombre que ocupa la mesa situada justo enfrente de la puerta se ha puesto a tamborilear con sus dedos sobre la madera. A mí me han servido tarde para uno y café, la lectura es mi pareja. Hasta hace un momento, incapaces de encontrar sentido al ritmo anárquico que invade el local, las letras permanecían sentadas en sus renglones; ahora en cambio, animadas por ese rítmico golpeteo, se han puesto a bailar y yo me he quedado sin compañía.
El Central no es un café, es el Central. Desde su escenario, el Jazz creado por incontables artistas se ha ido derramando hasta impregnar no solo cada rincón, también las emociones de esos devotos que se congregan sin falta en las noches de magia negra para renovar su fe. Para mí, además, es el baúl donde escondo recuerdos que jamás querré extraviar, por eso siempre regreso a él.
El murmullo de las conversaciones más próximas, los cristales levemente brumosos para ocultar el frío de la calle, el acento italiano de la camarera..., todo es suave compañía a mi alrededor, excepto el nerviosismo que transpira el hombre orquesta.
No pretendo robar su intimidad, pero ya que en cierto modo él es responsable de haber invadido la mía, le miro. Y no soy el único, la lucha que parece mantener consigo mismo actúa como un imán, otros ojos también caen víctimas de su atracción. La única diferencia es que el resto pasa de puntillas y enseguida se lanza a comentar; yo, como la silla vacía que me acompaña no tiene conversación, observo con el descaro propio de los aburridos.
Próximo a cumplir sus bodas de oro con la vida, si es que el aniversario no ha tenido ya lugar, las ojeras que lastran sus párpados no parecen hechas de insomnio sino de tropiezos y oscurecen unos rasgos, por lo demás, todavía a salvo de las mordeduras que deja el paso del tiempo. El cabello, eso sí, se bate en una continua retirada, convirtiendo su cabeza en un erial; algunos mechones, valientes irreductibles o suicidas conscientes, todavía resisten agrupados en una pequeña franja central donde la palma de su mano regresa a menudo de forma casi imperceptible, como pequeño homenaje que arenga a las últimas tropas con orgullo. El jersey de pico color lila, la camisa de crucigrama morado que huye del vaquero mostrando sus límites y las zapatillas de casualidad impostada me parecen un disfraz; ropa y colores elegidos para la ocasión pero que, en realidad, no siente suyos.
Si no fuera así, ¿por qué habría de revisar cada poco que el conjunto conserve idéntica disposición? Sus manos manteniendo la frontera creada por los puños del jersey en los antebrazos, la fuga de la camisa sobre el pantalón y la firmeza de los nudos en el calzado. Y una vez acabada la ronda, un nuevo vistazo al reloj y, de ahí, a la puerta. Sin duda, el nerviosismo viene provocado por alguien que está por llegar.
Desde hace un rato, la hora parece ser lo único importante. Los minutos transcurren y sus dedos han perdido el compás, ahora solo son capaces de torturar el sobre de azúcar vacío. Yo mismo, intrigado, compruebo que las seis pasaron hace rato. Su actitud ha cambiado, la angustia ha empezado a reinar.
Los ojos ya no miran inquietos cuando una mujer traspasa el umbral, solo saben suplicar. El color de su jersey en la sala actúa como un faro al borde del mar, aún así endereza la postura para añadir una visibilidad por completo innecesaria. El teléfono móvil, hasta ahora abandonado en un bolsillo del abrigo, es el nuevo protagonista y su pantalla un falso gurú que no ofrece ninguna respuesta. Se acerca a la barra y pide otro café, solo para tropezar con el indulto de una solitaria en otra mesa pero, por desgracia, la redención no llega...
De nuevo sentado, parece más viejo, vencido y, aún así, todavía es esclavo de la puerta. Finalmente, dispuesto a seguir el ejemplo de esos cabellos que ahora enlaza entre sus dedos, decide arriesgarse en una última batalla.
Una voz responde a su llamada y, por un instante, sus ojos vuelven a brillar.
- Hola... Soy Sergio.
La mujer que ha respondido no es Nieves ni la conoce, nunca ha hablado con él antes y, mucho menos, se va a presentar en ningún lugar esta tarde vestida con un jersey azul de cuello alto para que pueda reconocerla.
La cuenta y se marcha, hundido tras su cita con la realidad.
 


noviembre 22, 2013

Deseos


El arrepentimiento puede ser un buen amigo... a veces. Lo único seguro es que siempre llega tarde.
La Puerta del Sol hoy luce como tal. El brillo de la luz limpia el azul del cielo, el frío gris de un otoño traicionero, las miserias de los buscavidas que la rondan a diario, convierte la plaza en una pequeña y concurrida cala bañada por un mar de asfalto. 
La tarde exigua pronto pasará, cada día son más fugaces, pero en estas primeras horas aún puede abrir las ventanas de la ciudad para que todo lo inunde la esperada brisa del fin semana. Citas con demora que transforman a las personas en estatuas incómodas, compras compulsivas, la impaciente Navidad y su manto prematuro, la callada satisfacción que provoca recordar cuánto falta hasta el próximo lunes... Y la prisa, la prisa siempre está.
Yo también soy una víctima aunque, en ocasiones, admito que sería más justo ser acusado de cómplice; quizá involuntario, pero cómplice al fin y al cabo. Ahora mismo, por ejemplo, quizá debería regalarme un rato de paseo sin rumbo para celebrar la llegada de la libertad condicional y, sin embargo, apuro mis pasos de camino a obligaciones yermas de satisfacción.
Atravieso esta corrala urbana y mis ojos quedan atrapados en ese esperpento cónico que, a modo de árbol navideño, ha sido plantado en su parte central. Sus raíces son débiles, no durará mucho tiempo. Al menos, me digo, dado que los adornos típicos han sido ultrajados por esas esferas patrocinadas por la lotería, bien podría ser  un caballo de Troya dispuesto por el azar para repartir fortuna en estos tiempos de necesidad...
Sin embargo, mis pensamientos, esa compuerta abierta a través de la cual un ejército de billetes se abalanza hacia el exterior, se hacen añicos ante el lamento desesperado de una mujer que, unos cuantos metros más allá del árbol impostor, atrae hacia sí un número cada vez mayor de personas.
- ¡Pero si estaba aquí, a mi lado!, ¿dónde iba a estar?... Me ha sonado el móvil, nada... un minuto, dos como mucho, bueno no sé y... Es así, parece que tiene menos edad, el pelo rubio, lleva un abrigo azul... ¡Por favor, por favor...! ¡Dani!...
Está al borde del colapso absoluto, su cabeza se desplaza en todas direcciones, al tiempo que implora a quienes se amontonan a su alrededor, alarmados por el desgarro que le rompe la voz. La gente pregunta, pide explicaciones que dibujan a un niño de cinco años, "¡Mi niño, ni niño... nooo!", desaparecido hace menos de cinco minutos allí mismo
Sin alarma, "Si le hubiese oído quejarse, ¿cómo no le iba a hacer caso, eh?", sin aviso, "No, no... él nunca se separa de mí... Y menos aquí, que no conoce el lugar, ¡qué va, es imposible!", sin motivo, "¡Pues claro que no le había regañado, ni habíamos discutido!, ¿qué intenta decir?", sin tiempo, "Pero si es que no puede ser... ¡No! He atendido al móvil, ya se lo he dicho, pero ha sido... nada. Además, ¡estaba quedando con otra madre para llevarle a una fiesta de cumpleaños... no era trabajo, ni nada!", sin solución, "¡Ayúdenme, ayúdenme!... ¿Nadie le ha visto, nadie?... Es así...!". Todo cuanto ocurre parece imposible.
La mirada taladra la realidad más próxima, histérica, inquisitiva, desesperada. Sus manos se retuercen en un nudo trágico que, cada poco, deshace para apartar los mechones de pelo que le caen sobre el rostro. Su expresión es el terror; una mueca donde se mezclan angustia, incomprensión, rabia, acusación dirigida hacia todos quienes se muestran incapaces de ayudarla...
De vez en cuando, mira la pantalla de su teléfono, como si allí pudiese encontrar alguna respuesta, quizá dudando si ya es momento de efectuar una llamada que nunca debería tener lugar... Deambula sin dirección, procurando no apartarse demasiado del lugar donde sintió su presencia por última vez, como si eso pudiera ayudarle a regresar de pronto, sin ninguna explicación. No la necesita, no se la iba a pedir, tan solo se abrazaría a su cuerpo diminuto y se quedaría allí... Solo eso y nada más.
Desde la distancia, no creo que ayude sumarme al cerco cada vez más amplio que la rodea, intento localizar al pequeño repasando los mismos lugares donde otros muchos ojos también se dirigen. Las escaleras de acceso al metro, la fuente, el entorno de las personas disfrazadas de personajes infantiles, el esperpento... ¡el esperpento! Allí, junto a su base circular, una mano diminuta se empeña en sujetar a la estructura una hoja de papel. Está solo, su gesto concentrado le sitúa al margen de cualquier realidad, tiene el pelo del mismo color que la luz... ¡tiene que ser él!
La madre se convierte en un grito cuando, tras conseguir atrapar su atención, mi mano le señala el lugar... Echa a correr hacia él, "¡Dani, Dani!", yo soy olvido y los demás también, pero todos compartimos la misma felicidad.
- ¡Gracias, gracias... a todos! De verdad, ¡gracias!...
Después de un abrazo que, en efecto, ha sido eterno, el rostro de la mujer es completamente distinto, el de una persona que ha recuperado el futuro. El niño, agarrado a su mano, parece perplejo, no entiende quiénes somos y por qué su madre, rompiendo una de las normas que tantas veces le repite, ahora habla con desconocidos.
- Hola, Dani... ¿Qué has dejado en el árbol? -me atrevo a preguntarle para hacerle partícipe de la situación.
- La carta a Papá Noel... ¡Le he pedido un móvil!
- ¡Ah sí!... ¿Y para qué quieres tú un móvil?
- Para hablar con mi mamá...
 

Crooner

Un amor de bourbon. Sedoso, dulce, acaramelado..., que a veces emborracha.
I've got you under my skin. I've got you deep in the heart of me.
Mientras avanzo a través de esta sinuosa calle, Pez, que en realidad homenajea no a uno sino a dos pececillos inmortalizados todavía en la fachada del número 24, intento recordar cuál fue la mecha que encendió la discusión de anoche, la última discusión... Y apenas lo consigo.
Solo sé que, tanto tú como yo, volvimos a tener otra noche larga y solitaria.
So deep in my heart that you're really a part of me. I've got you under my skin.
Ninguna llamada a lo largo del día, el dolor ahoga y el miedo paraliza la voz, pero yo no he dejado de pensar cómo habrás estado, de querer regresar a tu lado.
I'd tried so not to give in. I said to myself: this affair never will go so well.
Como ha sido desde que empezamos nuestra historia, siempre anhelando esa felicidad completa que, por una u otra causa, parece que se nos resiste. Pero nada me ha hecho dudar hasta ahora, estoy donde quiero estar.
But why should I try to resist when, baby, I know down well I've got you under my skin?
Así que voy a buscarte donde sueño que estarás. En ese local que nos atrajo la primera vez con su nombre adictivo, Cafeína, siendo como somos ambos dos fieles declarados.
I'd sacrifice anything come what might for the sake of havin' you near
Y ahora que estoy frente a su puerta me asaltan de nuevo las dudas. ¿Estarás, prefieres que no te busque, qué va a pasar...?
In spite of a warnin' voice that comes in the night and repeats, repeats in my ear: Don't you know, you fool, you never can win?
Tenía razón, estás al final de la barra. La mirada perdida en algún lugar que espero sea yo, un vaso en tu mano y el líquido color canela de su interior casi acabado, tu melena rubia brillando bajo la luz.
Use your mentality, wake up to reality. But each time that I do just the thought of you makes me stop before I begin, 'Cause I've got you under my skin.
No me has visto, pareces harta de la soledad, aunque tal vez solo sea cansancio sin más. Y me quedo quieto, ocupo la mesa que está al lado de la entrada para poder contemplar tu belleza, soñar despierto, decirme a mí mismo cuánto me haces sentir.
I would sacrifice anything come what might for the sake of havin' you near, In spite of the warning voice that comes in the night  and repeats how it yells in my ear:
Me engancho a tus ojos de miel, el satén de tu piel perezosa, tus manos que vuelan, la locura sinuosa de ese cuerpo adherido al vestido de punto que desata pasiones y envidias a su alrededor, las medias negras de eterno susurro sobre tus piernas...
Don't you know, you fool, ain't no chance to win. Why not use your mentality, get up, wake up to reality?
... Y al deseo de estar a tu lado, mostrarme ante ti cual soy y descubrir tus secretos. Hacerte feliz, despertar tu risa, tu pasión, tus sueños y hacerlos míos también. No quiero alejarme, ahogar mis sentimientos en una distancia artificial impuesta por la absurda necesidad de protegernos de nuestra propia torpeza.
And each time I do just the thougt of you makes me stop just before I begin
Por eso voy hacia ti, seguido por la curiosidad del resto, pero no me importa... Nuestros ojos sonríen, mis dedos hablan con los tuyos y me dices "¿Quieres?" , situando el vaso muy cerca de tu boca... "Mucho", es la respuesta que mis labios no dejan de repetir sobre los tuyos.
'Cause I've got you under my skin. And I like you under my skin.


noviembre 21, 2013

Extraescolar

Cuando fuimos felices... Un lugar donde siempre se anhela volver.
La hora más complicada de la mañana quedó en el olvido hace rato, vuelve a haber algún que otro asiento libre en los vagones del metro. Son fugaces, eso sí, pero ofrecen su oportunidad incluso a los despistados. Voy de pie, prefiero la cómoda amplitud de una de las esquinas, en vez de esa sensación de aduana que siempre impone la presencia de un extraño al lado.
Cuando una sacudida imprevista detiene nuestro avance, abandono la lectura en busca de una explicación que, claro está, nada ni nadie me da. No soy el único, incluso algunas miradas se cruzan intentando tranquilizarse mutuamente, como si el hecho de ver a otros en la misma situación pudiese acallar sus propias dudas.
Es entonces cuando me fijo en esas dos personas, probablemente madre e hijo, a quienes no parece importarles lo más mínimo nada de lo que ocurre ni sus causas, es más, me atrevería a decir que no son del todo conscientes. Lo primero que pienso es que su presencia aquí, a esta hora y de forma conjunta, es una incongruencia. ¿Ella sola?, no habría llamado mi atención, una más en el torrente suburbano; pero el chaval a su lado...
Y, además, resulta obvio que se han extraviado en un terrible laberinto. Cada uno por separado, sin hablar, sin mirarse siquiera, parece rendido ante la imposibilidad de encontrar el camino de salida.
 Los ojos de la mujer permanecen presos en algún punto mucho más profundo que el túnel donde ahora mismo estamos parados. Su cabello parece hundirse en la misma dirección, frágil, revuelto, carcomido por los pensamientos que envenenan sus raíces. La cara, parcialmente oculta, son pupilas enrojecidas, maquillaje arrasado por un reciente desbordamiento y pestañas sangrantes de rímel. Su cuerpo, tirado sobre una de las barras de sujeción, parece una bolsa de plástico que podría ser arrastrada hasta por la más leve brisa. Sus manos están muertas. Es una persona rota.
El chico, su hombro apoyado contra el cristal de una de las puertas, dirige su mirada hacia la oscuridad y allí la deja, orgulloso, desafiante, invadido por el miedo a regresar. A sus pies, una mochila abandonada a la mala suerte. ¿Quince años?, puede ser, pero la rabia que dicta su gesto aparenta alguno más, ahogando la frescura de la pubertad. Sudadera amplia, pantalones en picado bajo su cintura, zapatillas que deberían pasar por cuidados intensivos. Es un eslabón perdido.
- Te han expulsado... otra vez. Supongo que ya lo imaginas. ¿Y ahora, qué? -le obliga a mirarla, tirando del antebrazo con una de sus manos resucitadas.
No hay respuesta y los ojos color rencor vuelven al túnel. Es entonces cuando la mujer decide abrir las compuertas del dolor que ha masticado en silencio.
- ¿No te importa, verdad? Y seguro que no tienes ninguna culpa, como siempre. Te han provocado, no te comprenden, te tiene manía... ¿Se me olvida algo? ¡Responde!
Todo el mundo les observa, pero no parece importarle, ya no.
- ¡Qué más da! Lo que yo diga no importa, siempre es igual. ¡A la mierda!
- Ahí es hacia donde te diriges, eso te lo aseguro. Y sí que importa lo que dices, ¡cómo no va a importar que le digas "Déjeme en paz, hijo de puta" a tu profesor de Lengua!
El tren avanza de nuevo, pero ellos siguen varados en una discusión sin fin. Los demás, bueno, hay algunos como yo que deseamos llegar cuanto antes a la próxima estación, no importa si no es la nuestra, para escapar. Otros, en cambio, parecen ahuyentar sus propios fantasmas y, aunque sea susurrando, han empezado a hacer todo tipo de comentarios sobre esa trágica escena, "Un buen tortazo a tiempo... Si los padres no se preocupan de los hijos, al final... A saber por qué se comporta así...".
- ¿Por qué?... Déjame ayudarte, quiero entenderlo. ¿Por qué te haces esto? Tu padre y yo te queremos, siempre hemos... -el llanto, ahora desgarrado, le impide seguir.
- Porque da igual, ¿no lo entiendes? No importa cuánto me esfuerce, no importa si estudio o no, ni las notas que pueda sacar... Todo es mentira, no hay futuro.
- Eso no es cierto, son solo excusas que...
- ¡No, no son excusas! Mira papá... ¿de qué le sirve ser ingeniero?, ¿cuánto hace que no trabaja, que nadie le llama, cuánto? Es un fracasado.
- Eso nunca, me oyes. ¡Jamás! -su voz es ahora un trueno, una fuerza de pronto imparable, una réplica que no admite discusión- ¿Sabes por qué?: no se rinde, sigue luchando a diario, ¡mucho! y...al final lo conseguirá. Solo fracasan los cobardes. ¿Lo eres tú?
Salgo al andén con la pregunta a mi espalda. No quiero ver más, no puedo. Necesito conservar la esperanza, pensar que ese chico hoy ha descubierto cómo, en ocasiones, la vida es la mejor escuela.


noviembre 20, 2013

Al peso

Elegir un nuevo amigo siempre resulta difícil.
La librería, con sus estantes y grandes mesas a mi alrededor, es un pequeño universo de papel, ideas, vidas reales o imaginadas, sensaciones dispuestas a enriquecer las vidas de quienes se atrevan a sumergirse en sus páginas.
Las novedades siempre a la vista en los mejores lugares; diseños atractivos en sus portadas, carteles publicitarios escoltando los volúmenes, todo dispuesto para que la maquinaria del consumo esté perfectamente engrasada. En las mesas situadas un poco más lejos, aquellas obras que, pese a haber conocido su momento álgido de ventas tiempo atrás, todavía se muestran capaces de seducir a un buen número de lectores rezagados. La zona más alejada de la puerta, donde se exhiben los libros de bolsillo, ha ido ampliando sus límites progresivamente; hoy en día, los precios reducidos son un valor importante que convoca cada vez a un mayor número de fieles. Por último, las estanterías, donde las obras intemporales, también aquéllas que quedaron huérfanas de unas manos, aguardan estoicas esa búsqueda precisa que, tras galopar sobre sus lomos, les rescate del olvido.
Hace rato que paseo por esa tierra sembrada de palabras. Como siempre hago, primero he localizado un par de títulos que, previamente, habían despertado mi interés. Tras leer la tentación que siempre es una sinopsis y teniendo en cuenta que ninguna de las dos ha conseguido atraparme, he decidido prescindir de cualquier brújula y ahora, simplemente, me dejo guiar por mi intuición. No es nada novedoso, incluso en algunas ocasiones también lo hago aun cuando ya me acompañe la obra elegida, es mi forma de decir "Quizá otro día...".
Pese a estar inmerso en la emoción de mi propia búsqueda, la voz estridente de esa señora que acaba de entrar me obliga a escuchar cuanto le dice al librero, sin tener en cuenta que éste todavía no ha terminado con la joven que aguarda frente al mostrador.
- Buenos días... ¿Solo atiende usted?
Parece evidente que la respuesta obtenida, "Buenos días... Sí. Enseguida voy", no le ha gustado mucho. Probablemente porque, además de implicar una pequeña espera, le ha invitado con un leve movimiento de su mano a apartarse y empezar a buscar por sí misma. Lo primero lo consigue de inmediato, la soberbia nos convierte en esclavos de nuestras propias faltas; lo segundo...
La señora, en realidad, se limita a esperar junto a una de las mesas sin prestar ninguna atención a los distintos títulos. Solo su abrigo, asesino de animales inocentes, parece importarle cuando acaricia los pelos de la solapa para peinarlos en una sola dirección. También la permanente que luce su pelo teñido de color caoba, el carmín de sus labios a juego y los anillos que luce en varios de sus dedos, todo es sometido a un exhaustivo y orgulloso examen, menos los libros.
A esas alturas, he interrumpido la búsqueda y, aceptando la velada invitación que ella lanza con sus aspavientos, me limito a seguir el desarrollo de los acontecimientos, eso sí de la forma más discreta posible.
- Bien, disculpe la espera... ¿En qué puedo ayudarla? -profesional, solícito, amable hasta donde le resulta posible... no se puede pedir más.
- Quería unos libros...
- ... Ya. ¿Recuerda sus títulos, conoce el nombre de los autores...? -un mal presentimiento empieza a mostrarse en su voz
- Son para Navidad... Es que si no, luego es imposible y, la verdad, yo prefiero ir resolviendo cuanto antes... No sé, que sean buenos...
Así, con esa amplitud de posibilidades que le acaban de facilitar, el librero empieza a sugerir diversos ensayos de actualidad, "Pero si aquí no hay diálogos... No, no, estos no les van a gustar", varias novelas con argumentos que invitan a la reflexión personal, "¿Y todo el rato busca la felicidad frente a esas montañas?, ¿él solo? ¿No pasa nada más?", históricas, "Esas son muy aburridas, ¿no?", satíricas, "Pero tiene muy pocas páginas. Para un regalo, no sé... parece poco", negras, "¡Huy, no!, mi Edu prefiere ver las películas con esas gafas de cuatro dimensiones. Dice que leídas, la acción pierde mucho", eróticas, "Quite, quite... ¿por quién me toma? ¿Le parece que yo puedo comprar eso?"...
- Quizá, si me dice Vd. para quiénes son, eso podría ser de ayuda -comenta rendido y también un poco harto el librero.
- Para mi Edu, ya se lo he dicho... Lee mucho, acaba de terminarse la vida de ese futbolista que ahora está con esa que salía en televisión... ¿Sabe quién le digo?
- No.
- Bueno, ya me acordaré ahora..., pero algo así. Y para mi Vero, algo bonito... Empezó ese famoso, el de la modista, pero como ahora han empezado a echarlo en la tres...
Cuando salgo a la calle, atrás dejo a un librero exhausto y enfadado y un nuevo amigo, que espero se acabe convirtiendo en íntimo, me acompaña.
Unos pasos más allá, como tengo por costumbre, me paro para empaparme del olor que desprenden sus páginas, un anticipo no siempre acertado de cómo puede discurrir nuestra relación, pero anticipo a fin de cuentas.
Su aroma me gusta, creo que nos irá bien, muy bien.
 


noviembre 19, 2013

Puertas

¿Cuántas deseamos encontrar abiertas al cabo del día? ¿Cuántas cerramos sin más?
Frío. El invierno parece estar haciendo una primera incursión en la ciudad a modo de reconocimiento previo, visitando esos rincones sombríos que, dentro de unas semanas, serán de nuevo las bases desde las cuales extenderá su dominio.
Aunque el mediodía se aproxima, desde la ventana observo cómo las siluetas de la gente que atraviesa la calle todavía se pliegan sobre sí mismas, buscando la protección de cazadoras y abrigos. Caminan deprisa, apurando los pasos que habrán de llevarles hasta el cálido aliento del suburbano, la protección de un portal o, quizá, la atmósfera artificial reinante en esos grandes almacenes situados justo enfrente donde, hace un rato, yo mismo he sentido la tentación de prolongar los minutos dedicados a realizar una breve compra. Allí dentro, las estaciones solo existen en los percheros donde se exhiben las prendas de la temporada correspondiente; el calendario al servicio de la moda por obra y gracia de la calefacción o el aire acondicionado.
Justo delante de una de sus entradas, en el mismo lugar donde probablemente se habrá apostado al poco de abrir y donde a buen seguro permanecerá durante gran parte de la jornada, sigue ese chico que ofrece ejemplares de un periódico solidario con una de sus manos extendidas, mientras la otra permanece libre para sujetar la puerta a toda aquella persona que entra o sale del establecimiento. Alto, enorme, la piel oscura hace que los rasgos de su cara parezcan difusos entre el jersey negro de cuello alto y el gorro del mismo color que le cubre la cabeza. Un vaquero gastado y unas zapatillas deportivas que, sin duda, han conocido una época mucho mejor completan su vestuario, no lleva guantes ni abrigo.
Al pasar junto a él, tan solo he podido darle unos pocos céntimos, pero su gesto de agradecimiento me ha ayudado a superar la sensación de incomodidad. Ahora, desde la perspectiva que proporciona la distancia, le observo tratando de imaginar su propia historia, los motivos que le habrán hecho salir de su país de origen, cuánto tiempo llevará aquí, dónde irá a parar al final de cada día, ¿tendrá familia, estarán aquí?... Por supuesto, las posibles respuestas son tan numerosas que desisto a los pocos segundos, tras llegar a la siguiente conclusión: su vida actual es sobrevivir.
Aún así, no es suficiente, me niego a apartarme del cristal teniendo que arrastrar esa única certeza. Busco una pequeña esperanza, un escenario que me permita imaginar otra posible realidad. Y me marco un objetivo: diez personas, solo diez personas más que dejen caer alguna moneda en su inmensa mano abierta y podré llegar a pensar que, al menos hoy, tal vez pueda aspirar a un plato de sopa caliente. Ya sé que es un planteamiento sumamente modesto, quizá marcado por mi propio egoísmo, pero también es sincero y, además, no admite trampas: me prometo a mí mismo no intervenir a su favor.
Una señora le evita desviándose hacia otra de las puertas. Esa joven parece pensar que su sonrisa de aspirante a modelo es todo cuanto necesita para seguir ahí. El hombre del traje ni siquiera le mira al franquear la puerta abierta. Un chico parece decir con su mano "Lo siento", nada más.  Dos chicas con aspecto de turistas parecen dudar un instante pero, al fin, se alejan apretando el paso. Una mujer cargada con varias bolsas parece incómoda, como si le molestara tropezar con su presencia. Un adolescente ni siquiera sabe por qué está abierta la puerta, sus ojos permanecen clavados en la pantalla de un móvil... No sé cuánto tiempo ha pasado, en realidad no quiero mirar el reloj para no caer víctima del desánimo, pero personas han sido muchas y, hasta el momento, solo un anciano ha dejado caer algo desde su mano temblorosa a la del chaval.
Al caer la tarde, he cumplido mi promesa. En algún momento, la puerta ha quedado huérfana, tal y como ahora se muestra. Tuve que rendirme, mi teléfono ya no admitía más demoras. Abandoné el objetivo cuando solo cuatro personas habían dedicado un segundo de atención y algún dinero a uno de los muchos expatriados de la sociedad.
Frente a la entrada del metro, me detengo y en medio de las protestas, me aparto a un lado. El tránsito de personas me mantiene junto a la pared durante más de un minuto. Finalmente, aprovechando un receso que sin duda no durará, empujo la puerta para que únicamente la atravesemos mi esperanza rota y yo.
 

noviembre 17, 2013

Capricho

La llave del temor mantiene cerradas infinitas celdas.
He previsto un vermú madrugador y tranquilo. Disfrutar de un rato de calma a esa hora indecisa en la cual el domingo sabe que ya debe olvidar el desayuno y, aun cuando éste haya sido frugal, todavía es pronto no solo para la comida, también para el aperitivo. Es cierto que, desde hace algún tiempo, la costumbre del brunch cada vez está más extendida, sobre todo en estos días perezosos de lluvia y sábanas seductoras, pero no en este local. Aquí hay churros, patatas bravas y chopitos, una barra de mármol, vermú de grifo y unas cuantas mesas de madera oscurecida por la acumulación de vivencias.
Así pues, dispuesto a aprovechar las circunstancias, empiezo a sumergirme en la lectura mientras el camarero dispone las tapas que presentará un rato más tarde sobre el mostrador. Me alegra haber madrugado...
- ¡Pues les dices que no cuenten contigo, ya lo sabías! ¿Te lo dije o no te lo dije, eh? Y si no, te vuelves andando... son apenas sesenta kilómetros. ¡Será posible!
Debe ser una familia, me da por imaginar enfadado, pero no entiendo por qué tienen que venir a representar aquí, precisamente aquí, su melodrama particular.
El padre, los papeles asignados en la obra son completamente evidentes, es quien ha roto a gritos la añorada calma nada más abrir la puerta. La mujer que le sigue avergonzada, susurrando "Damián, Damián... ya vale", se hizo con el papel de madre al poco de estrenar, demasiado pronto según la opinión de su entorno más próximo, y ahora parece arrepentirse de esa decisión. Le sigue un muchacho, trece o catorce años, con cara de serafín, cuerpo de adulto y un vestuario que recrea la estética mod de los años 60: pantalón vaquero ajustado, jersey de pico, mocasines y una parka de color verde militar que parece una tienda de campaña; al parecer, ahora que el padre vuelve un par de pasos atrás, "¿Te ha quedado claro ya?", él es el destinatario de la diatriba. Por último, varios segundos más tarde, hace su aparición el último miembro de la compañía: una chica en plena adolescencia ya, dos o tres años mayor que su hermano, que sortea con habilidad la zona de peligro y se sienta en el extremo de la mesa, lejos de su madre; exceso de maquillaje, de chicle, de marcas sobre su ropa ajustada, de astucia.
Ya que, al parecer, la lectura ha pasado a ser una utopía, me dispongo a ver la función. Sin embargo, después de esa entrada de ejército en ciudad conquistada, la representación se transforma en una obra de teatro muda, cada uno de los actores inmerso en su propio monólogo interior. Desconfiado, rechazo la invitación de mi libro aún abierto sobre la mesa y, casi al momento, un nuevo personaje premia mi fidelidad a las tablas.
- ¡Hola!, ¿hace mucho que habéis llegado? ¡Imposible aparcar!, he dejado a Juan dando vueltas, yo no podía más... -recital de besos para todos, remolino sobre el pelo y azote en el culo aparte para el muchacho-. Pero bueno, ¿qué os pasa, vamos de entierro?
La recién llegada debe ser hermana del "hombre altavoz" y, por tanto, cuñada y tía, todo incluido en el mismo papel. Apenas cincuenta, atractiva insurgente frente a su propio declive y muy, muy llamativa, como si necesitara que el mundo girase a su alrededor. "Bueno... ¿alguien me va a explicar lo que pasa o qué?... ¡Póngame una cerveza!", exige ocupando un sitio junto al joven cabizbajo, que parece más tenso desde que hizo su aparición.
El padre aprovecha la oportunidad que venía reclamando su mal carácter, "Nada, lo de siempre...Tu sobrino, que hace un rato me dice que él ha quedado con sus amigos a las cuatro, ¡a las cuatro!, para ir al fútbol. Como si no le hubiese dicho lo de hoy desde hace... Pero, ya sabes, como todo se le consiente al señorito...". La madre hace ademán de responder a esa última y muy poco velada acusación pero, al final, se conforma con darle un manotazo al aire, definitivamente harta de su personaje en la obra. ¿La chica?, solo está para su teléfono móvil y en cuanto al muchacho parece querer ahogarse en ese refresco donde mantiene anclados sus ojos.
- Al fútbol, al fútbol... Seguro que ya tienes a alguna por ahí que te está esperando como loca, ¿eh? -dice la vedette acercándose aún más al chico, al tiempo que su mano se entretiene durante unos segundos eternos sobre el pecho contraído del chaval.
Nadie parece notar su incomodidad, tampoco la excitación que desprende la risa exagerada de la mujer. "Me parece a mí que éste todavía tardará en estrenarse...", responde el padre con ganas de batirse en duelo aún, secundado por la risa maliciosa de la hermana, menos ausente de lo que aparenta en realidad.
- ¡Ah, los problemas de la paternidad! Yo, como Juan no..., pues eso. ¡Pero ya está bien de caras largas! y tú, hermano, ya vale -parece manejarle a su antojo, porque él ahora al fin se desentiende de su presa-... Seguro que mi sobrino es un triunfador, ¡vaya sí debes triunfar, ladrón!...
¿Ha tocado su entrepierna bajo la mesa, lo ha hecho?, ¿ha sido intencionado? De pronto, un puzle obsceno empieza a formarse, rellenarse y, casi, completarse en mi cabeza. Ahora, como si me hubiese situado justo detrás del escenario, los entresijos de la situación parecen mostrarse ante mí y despiertan en mi interior un inmenso desprecio por esa arpía y todos cuantos rodean a la única víctima de la tragedia.
- Bueno, no se hable más... Al final llegaremos tarde y perderemos la reserva. Llamo a Juan y él se va con vosotros en el coche, así os lleva hasta el restaurante y cogéis la mesa. Yo me voy con Fran a la tienda, solo un momento, quiero enseñarle unas camisas que acabamos de recibir y que le van a quedar... -ahora no hay duda, su mano acaba de presionar el pene del chico.
Nadie escucha sus protestas, le acusan de malcriado, desagradecido, aguafiestas... Y ella parece disfrutar imaginando lo que, sin duda, no ha dejado de recrear su mente pervertida desde que propuso aquel plan.
Me quedo quieto, ¿no puedo o no sé qué hacer? Ahora soy yo quien esconde la mirada, aunque ya no dejaré de ver...
Se marchan, el telón cae y con él mi propia sentencia: culpable de cobardía.
 


Invencible

El egoísmo es el principal causante de la miopía.
Primero extrañeza, después protesta impaciente y, al fin, silencio opresivo. Todo en la misma parada. Muchos de quienes viajamos en el autobús, hemos recorrido el mismo trayecto en nuestro estado de ánimo. Por suerte, la ignorancia nos libra de haber terminado el viaje en "vergüenza".
Un joven con el cuerpo estropeado y el infierno asomando a su mirada; detrás de él, una chica que parece haberse presentado voluntaria para acompañarle en su terrible descenso. El conductor ha sido el primero en ser golpeado por la tristeza que ambos desprenden: él, despreciando la dolorosa queja de unas piernas amotinadas contra las órdenes de su cerebro, ha conseguido salvar el desnivel y ahora se deja caer exhausto en uno de los primeros asientos; ella, apretando fuerte los puños para impedir que sus manos presten una ayuda rechazada tantas veces, carga con una bolsa de deporte, paga los billetes y, sin decir nada, se sienta a su lado.
La marcha se reinicia y, al cabo de unos segundos, regresan las conversaciones y las ventanas vuelven a atraparnos. Pese a todo, él se da cuenta, aunque nuestros ojos no lo hagan directamente, no dejamos de mirarle.
Su cráneo forma una hondonada a la altura de la sien derecha, sin duda producida por un fuerte traumatismo sobre el hueso y, en ese mismo lado de la cara, algunas excoriaciones hacen que su piel parezca abrasada. En un primer momento, el ángulo de noventa grados que forma su brazo también sugiere rotura, pero está libre de escayola y no hay ningún cabestrillo que lo sujete... la extremidad tampoco obedece al cerebro, permanece inútilmente adherida al cuerpo. Lo peor, sin duda alguna, es todo cuanto permanece oculto tras su reconcentrado silencio: dolor, arrepentimiento, dudas, miedo, desprecio, rabia infinita...
La chica es abnegada compañía, silencio impuesto, agotamiento... Es guapa, atractiva, pero su belleza parece gastada por el sufrimiento, como un vergel que no hubiese sido regado desde hace mucho tiempo. También tiene miedo, pero el suyo es distinto: le aterra ser condenada al olvido. Porque así es como se siente ante esa actitud distante que, aun sin pretenderlo, parece culparla por conservar su integridad física.
Una moto pasa a nuestro lado y, solo un momento después, es apenas la estela de su silueta que se pierde calle adelante. Sin embargo, el estremecimiento que recorre el cuerpo del muchacho es tan evidente que ella, incapaz de resistirse, posa su mano en el antebrazo muerto para decirle sin una palabra "Ya está, ya se ha ido, no pasa nada... Estoy a tu lado, no te preocupes". Pero él no escucha, su mente parece perdida en un pozo muy profundo y la mano regresa rendida a la bolsa de deporte.
Cuando el autobús se detiene al lado del polideportivo, todos parecemos querer ayudar con nuestra mirada, decirle que no tenga prisa, que nos hacemos cargo de las circunstancias... Evidentemente, conseguimos lo contrario. Solo un anciano, sentado al lado de la puerta, detiene el penoso avance del muchacho posando su mano frágil sobre la muñeca:
- ¡Vamos chaval,  ánimo! Si yo tuviese una garrota así -la señala a ella con un leve movimiento de cabeza-, me sobraban todas las pastillas.
El motor, de nuevo en marcha, tarda en imprimir velocidad y yo todavía tengo tiempo de ver cómo ambos unen sus labios para decirse que lo superarán juntos, que nada va a poder con ellos.
 


noviembre 16, 2013

La huella

La niñez es el mejor de los juegos... Debería estar a salvo de las trampas que, a veces, hacen los adultos.
Viernes por la tarde. Para muchos, la puerta de salida hacia el oasis de otras rutinas mucho más placenteras; incluso, quién sabe, la posibilidad de descubrir alguna experiencia completamente nueva. El metro es menos transporte y más ilusión.
Apoyado en uno de los extremos del vagón,  leo el periódico e intento atenuar el regusto amargo de sus noticias con el dulce coqueteo que tiene lugar justo a mi lado. Tal vez no se ha dado cuenta aún, pero ella no está realmente interesada en la obra cumbre del cine polaco, sino en el chico de aspecto desgarbado que desgrana cada aspecto de la película. Dentro de un tiempo, me pongo a imaginar, ¿acabará siendo el día de hoy una fecha especial para ambos?
Antes de regresar a la letra impresa, quizá para saber si hay alguien más al tanto de ese romance en ciernes o solo soy yo quien apadrina a la pareja, dirijo la vista brevemente hacia el resto de los viajeros y, entonces, nuestras miradas se encuentran...
Él enseguida ha escondido la suya en otra dirección, no parece tener dudas, así que debe haberme estado observando. ¿O quizá no, es solo una impresión mía? No, no, tengo razón; he tenido que invadir un tanto la intimidad de los chicos, a ella no le ha gustado en absoluto, pero ha sido necesario.
Ahora estoy seguro: se trata de Javi; de los dos "Lalos", el hermano menor.
Cuando éramos niños, su familia vivía dos pisos más arriba. Pepi, la madre, con su pelo lacio y la cara esquiva; Toni, el hermano mayor con su tupé engominado y la cazadora de cuero, aspirante perpetuo a rebelde con causa y, por último, el padre, Eulalio, más conocido en el barrio por ese apelativo que sus hijos heredaron en plural. Aunque, para ser sincero, sería más acertado subrayar sus famosas borracheras como la principal causa de su popularidad.
A menudo, sus gritos retumbaban en la escalera, en ocasiones derrochando una alegría descontrolada, otras en cambio, desesperación. Le recuerdo como un hombre alto, nervudo, que siempre fue amable conmigo y cuyo aliento al hablar me provocaba cierta repulsión. Algunos días, sobre todo en invierno, Javi y su hermano pasaban la tarde entera en mi casa después de que Pepi hubiese hablado con mamá; "Claro, claro... pero tú sabes que ésa no es la solución" , era siempre su respuesta, totalmente incomprensible para mí.
Mientras Toni leía tebeos con esa pose indolente que siempre llevaba encima, Javi y yo pasábamos el tiempo jugando sin parar; siempre había una guerra, un partido de chapas, una carrera de coches que ganar. Algunos días, Javi parecía querer solidarizarse con su hermano y su cara, cuando llegaban a casa, guardaba cierta similitud. Por suerte, en cuanto yo empezaba a decir "Jugamos a...", volvía a ser el de siempre y las sombras se esfumaban de su gesto.
Después crecimos. Cada vez fue más difícil obviar la verdad que no lograba esconder la puerta de aquella casa y, aun cuando Toni protestaba, su madre le impuso el cuidado de su hermano para pasar las horas de destierro en el parque y no en mi casa. ¿El resto?, la adolescencia fue próxima pero nunca compartida, la juventud  cada vez más lejana y un día todo acabó, nuestras vidas se alejaron por completo.
Hasta hoy.
Tiene algún kilo de más, viste traje y corbata de manufactura y en su frente todavía permanece la señal de aquella brecha que le causó el inesperado vuelo de un columpio. Le imagino casado, uno o dos niños quizá, y me pregunto qué habrá sido del resto de su familia. Y él, ¿qué habrá pensado mientras me estaba observando?
Me gustaría acercarme, charlar, recordar algunos de esos ratos inolvidables que compartimos... Es fácil intuir que él no. No ha querido bajar, aunque uno de los dos tendrá que hacerlo antes o después, pero su actitud es lo suficientemente explícita: continúa en esa postura hierática que le mantiene a salvo de mí. Por un momento, me rebelo frente a lo que podía ser simplemente desidia y hago ademán de avanzar hacia él, pero la forma en que su cuerpo se tensa me detiene.
No hay más oportunidades, el pasado es indeleble pero su rastro se puede borrar. En la siguiente estación, sale en el último momento y se escabulle entre la multitud con rapidez...
... Siempre me ganó cuando jugábamos a los espías.

 

noviembre 15, 2013

Farol

La ropa que vestimos cada día, nunca dice lo bastante de nosotros.
No es mi lugar perfecto, ese local donde uno llega porque siempre tiene la intención de regresar. Pero estoy fuera de zona, lejos de mis habituales guaridas y, después de una jornada que ha sido como arañar la tierra con las manos, necesitaba parar... Cafetería-Restaurante de dos platos a elegir y postre o café a diario, oferta de desayunos y barra de acero inoxidable para que nada perdure más allá del paso de la bayeta sobre las huellas recientes.
Al menos, hasta hace unos minutos una cómoda soledad, apenas rota por mi presencia y la de otro parroquiano abducido por las novedades de la prensa deportiva, era suficiente argumento para aceptar el encanto del pragmatismo hostelero: un negocio de paso al servicio de los horarios comerciales de la zona; horas de máxima actividad, otras para recomponer filas y, al fin, el cierre hasta el día siguiente cuando las luces de alrededor se apagan. De hecho, estaba esperando que de un momento a otro el camarero me advirtiese, "Vamos a cerrar", para iniciar el regreso a La 13.
Sin embargo, la irrupción de un numeroso grupo de jóvenes, todos ellos trajeados, ha echado por tierra mi previsión... De pronto, la enorme pantalla situada en la esquina más alejada del comedor ha cobrado vida y, al tiempo que el grifo de la cerveza empezaba a desbordarse sobre jarras sucesivas, el alboroto del fútbol ha invadido el local. Apuestas, comentarios acerca del estado de forma de ambos equipos, juicios premeditados sobre el árbitro y su familia... Y la tranquilidad condenada a muerte sin juicio previo.
Tal vez un grupo de despistados, como yo; quizá unos cuantos compañeros que comparten ocio después del trabajo, o bien, se toman un descanso antes de continuar, así es el mundo laboral de hoy en día,  horarios que fagocitan vidas. No importa, de una u otra forma, mi tiempo allí se acab...
"¡No, otro día no!... Porque mañana perfecto, ¡pero hoy también!, ya habíamos quedado... Que no, que no me da igual... Siempre estás con lo mismo, parece que el mundo depende de ti... Bueno, pues muy bien, pero yo no... ¡Y dale!... No, no espero más, adiós...".
El fútbol, las risas, el grifo y hasta yo a punto de levantarme del taburete, todo se paraliza en el mismo momento en que esa mujer traspasa el umbral gritándole a un móvil que no necesitaría acercar a sus labios de cómic para que un tipo muy torpe la escuchase. ¿Por qué un tipo y no una chica al otro lado?, porque en algunas cuestiones siempre somos muy primitivos y, aun sin ninguna opción aparente, nos encanta eliminar a los posible rivales.
"Hola... ¿Me pone un gin-tonic?", dice un instante después de apartar el teléfono de su oreja y hacer que se deslice al destierro sobre la barra. Los murmullos se extienden en el grupo, pero sus miradas dicen todavía más. El camarero adopta una actitud impostada de especialista en coctelería, mi antiguo compañero de barra deja de leer y empieza a hacer el crucigrama y en cuanto a mí... estoy varado en ella.
Media melena rubia de cabellos lisos cortados de un tajo, un vestido blanco que toma sus numerosas curvas muy cerradas, piel de azúcar morena, gesto de "Lo sé" en su rostro magnético, uñas sugerentes... Todavía alterada, cigarrillo y mechero de oro están a punto de provocar un golpe de estado pero, finalmente y para tranquilidad del camarero, las tropas vuelven a su  bolso. A partir de ahí, nos desafía a todos.
Sus ojos oscuros enseguida se baten en duelo con los míos, consciente como es del exhaustivo examen  al cual le vienen sometiendo. No soy su tipo, eso es evidente; demasiadas dudas sobre mi cara, sombras oscuras de escasas horas de sueño o quizá algo peor, nunca hubo belleza allí. ¿El camarero y el intelectual de último momento?, no... Espía a los chicos, disfruta con la excitación soterrada que provoca su descaro y... elige. Porque puede, porque ya lo ha decidido, porque sabe que él, cualquiera de nosotros, lo está deseando aunque no acabe de creerlo.
Pero hay una condición. Tiene que ser allí y nunca más, susurra su cuerpo cuando esclaviza la mirada del chico al dirigirse hacia el cuarto de baño...
Diez minutos más tarde, el joven regresa con la euforia todavía latente en su respiración y en la entrepierna. Para acallar los primeros comentarios, "Ya te vale, Sergio... ¿De verdad te la has... ", invita a una ronda y para hacerlo con cualquier otro que pueda surgir de los labios del camarero, sitúa sobre la barra un pequeño abanico de billetes.
Todos esperamos, claro, ¡cómo marcharse acompañado con la duda de si ha sido real!
Al cabo de un rato, regresa para hacernos sentir  que ya no existimos. Podría ser desprecio, pero yo apuesto por la indiferencia que provocan los retos cumplidos. Junto al billete que entrega sin hablar, esa sonrisa burlona de "¡Qué bien lo hemos pasado todos!" y un adiós apenas audible.
- Ha sonado un móvil cuando Vd... no estaba -dice el camarero con ella en la puerta- Quizá sea el suyo.
Su respuesta llega sin mirar, no le hace ninguna falta:
- No, estoy segura. El mío ya estaba apagado antes de entrar...

noviembre 14, 2013

Niebla

Todos tenemos un sexto sentido: la memoria.
Un sol otoñal, la tibia caricia de sus rayos al mediodía, pasea sobre el parque y permite olvidar que el invierno se aproxima. Petanca, paseos reparadores del espíritu, niños que abandonan sus abrigos, parejas que no quieren ser caducas como las hojas que pisan... La melancolía se amotina, juega a disfrazarse de verano y, al menos por unas horas, todo parece posible.
En uno de los bancos que rodea el estanque, dos hombres enlazan sus manos y, manteniendo sus ojos cerrados, sueñan despiertos con regresar a otro tiempo en ese mismo lugar. Uno de ellos, bastante más joven, recrea ahora en la oscuridad brillante los paseos en bicicleta, la sensación de velocidad, las advertencias que el otro le hacía llegar en cada vuelta. El otro, es capaz de recordar cada detalle de aquellos días; la marca de la bicicleta, su color, la cantimplora que ofrecía cada poco al niño...
Los dos juntos, de nuevo allí, pero ahora todo es distinto. El silencio es una presencia cada vez más grande entre ambos. El padre parece buscar cada vez más a menudo esa lejana quietud; el hijo, se refugia allí para recomponer su ánimo.
Por suerte, todavía hay lugares donde las sombras no consiguen llegar. Como cada día, la expresión ausente del anciano se ha suavizado al recibir sobre su mejilla la ternura de un beso, "¡Hola, Papá! Hace un día estupendo, ¿bajamos al parque?", y sobre el corazón la posibilidad de regresar a un escenario donde todo parece estar en su sitio. Los botones del abrigo han sido un problema, "¡Déjame, ya puedo yo! No...", que de nuevo ha hecho aparecer esa máscara grotesca cada vez más habitual sobre su rostro cansado.
El camino hasta el banco ha estado repleto de comentarios, "... Y no te cansabas, ¿eh? Siempre llegábamos tarde a comer y mamá...", que el hijo ha ido completando con respuestas fugaces, demasiado ocupado en alejar una posible caída, ahora que sus pasos también son cada vez más inseguros.
"¿Hoy no quedas con Beatriz? Es una gran... Siempre está...", le dice con esa forma de hablar llena de lagunas cada vez más extensas. Poco importa que esa chica, con quien también compartió el parque en sus rincones más recónditos, desapareciera de su vida hace más de cuarenta años. Ya está acostumbrado y, por eso, le habla una vez más de su mujer, Silvia, y del hijo de ambos, su nieto David... "¿Por qué tratas de engañarme, quiénes son estos? Ya me estoy hartando de... Todos..."
Pero no se da por vencido, hoy todavía no. Las fotografías que lleva en su cartera vuelven a ponerle rostro a esos nombres, "Silvia, Papá... siempre te da muchos besos. Y tu nieto, David", aunque la arruga que se dibuja en su frente es el símbolo de la gran batalla que en ese momento se libra en su interior y sus siguientes palabras, "Y yo contaba las vueltas... contaba las...", le dicen quién ha vencido una vez más.
El camino de regreso es extravío mutuo. Uno empeñado en regresar donde ya no es posible, "Vámonos... Tengo que abrir... Clientes...", al comercio familiar donde jamás tuvo que usar ninguna calculadora; el otro vencido, tratando de adivinar cuánto tiempo resta para que la nada oculte por completo a su padre.
Esa misma noche, cuando Silvia se despide con un último beso, "No tardes mucho, ¿eh?", camino del dormitorio, él todavía se demora unos segundos en ese silencio que ahora envuelve también su hogar. Imagina cómo debe ser vivir cada vez más tiempo en él, no comprender nada, no saber quién eres en realidad o, quizá, que ni eso importe ya... De pronto, coge el bolígrafo y, tras abrir el cuaderno en la página que abandonó la noche anterior, continúa escribiendo: "David, el abuelo hoy también te quiere mucho, pero no puede recordarlo".



noviembre 13, 2013

Las verdades

Cuando el griterío se apaga en el patio de un colegio, regresa la carcoma de la realidad.
La mañana apenas ha dado sus primeras pasos, pero el cansancio parece no ser una cuestión de horario sobre el rostro de esa mujer, más bien es un estado. Horas de sueño siempre en permanente campaña de rebajas, números enfermos de sarampión, una relación que parece guiarse por dos brújulas distintas...Un hijo de cinco años.
De camino al colegio, es él quien parece guiarla. Ella es silencio, el niño interminable conversación, energía, saltos, la melodía de su serie favorita de dibujos animados. De vez en cuando, siente el rastreo de esos ojos vivaces sobre su rostro y consigue esbozar una sonrisa famélica que no engaña a nadie, ni siquiera al pequeño.
Quizá por eso, para huir de esa triste mentira, el niño mira alrededor y, con solo una pregunta, empieza a cavar un túnel:
- Mamá - le dice plantándose frente a ella, sometiendo a su muñeca a una dura prueba de torsión -, ¿a que mucha gente parecen verduras?
- ¿Qué, por qué dices eso? Si a ti las verduras no te gustan...
- Ni sus caras tampoco...
Por desgracia, el terreno que debe horadar es particularmente duro y tiene incrustadas numerosas rocas que dificultan la fuga, pero él no se da por vencido. Dispuesto a no permitir que su madre se refugie de nuevo en sombríos pensamientos, señala sin ningún pudor la silueta de una mujer que, cabellera al viento, ha echado a correr hacia la parada donde se ha detenido el autobús.
- ¡Mira, mira!, una lechuga con prisa...
El leve manotazo que recibe sobre su dedo y la suave reprimenda, "¿Pero qué ocurrencias son esas?", no pueden ocultar sin embargo ese asomo de incrédula satisfacción ante semejante comentario. A partir de ese momento, incentivada por el éxito inicial, su infinita imaginación se dispara y la calle se transforma en una frutería repleta de patatas, dos señores calvos, zanahorias, una chica alta y delgada con el pelo recogido en un moño, tomates, el joven orondo de mejillas sonrosadas, boniatos...
- ¿Boniatos?, ¿pero tú sabes como son los boniatos? -le interrumpe la madre, divertida, con una pequeña llama al fin avivando su mirada.
El niño no lo sabe, en realidad lo ha dicho únicamente porque ha escuchado la palabra en algún lugar y le parece divertida. Sin embargo, dispuesto a vender cara su ignorancia, se empeña en representarlos él mismo, "Si lo sé... Así", con un movimiento oscilante que traslada su peso de una pierna a otra y los mofletes hinchados, convirtiéndose en la viva imagen de un tentetieso.
Y la risa estalla al fin. Franca, alegre, sin lastres que ahoguen su alboroto, compartida... Primero la madre y al instante el niño, detienen sus pasos en mitad de la acera y, sin prestar atención a las caras de extrañeza y envidia de los demás, exprimen ese instante, lo alargan convirtiéndolo en eterno.
Al cabo de unos segundos, cuando el vendaval de felicidad parece amainar, la madre parece tomar conciencia de sí misma y, aunque en cierto modo teme la respuesta, le dice a su hijo:
- Oye, y entonces yo... ¿qué verdura soy?
"Tú no eres una verdura", es la respuesta que obtiene. Sin más, con esa autosuficiencia que proporciona estar absolutamente convencido de una teoría, hasta el punto de no considerar necesario añadir ninguna explicación adicional. Pero, claro, eso no basta cuando la vida es un mar de dudas.
- ¡Ah! ¿Y entonces yo qué soy, según tú? -si pudiese implorar piedad, lo haría, pero ya es tarde.
- Tú eres... Mi palmera de chocolate.
Y le besa, le abraza, le hace girar en el aire con sus manos fuertemente unidas... convencida como está de que es lo más bonito que le han dicho nunca.


noviembre 12, 2013

Tenía que ser

¡Qué pequeña es la vida!...
También esa calle donde, de repente, los vehículos han empezado a acumularse a lo largo de la pronunciada pendiente que marca su recorrido hasta desembocar en una ancha avenida.
El torniquete en el flujo circulatorio lo provoca un coche que, cada pocos segundos, sufre otro intento de reanimación. Cuando el semáforo que permite incorporarse a la arteria principal recuperó el color verde, los conductores precedentes reiniciaron la marcha; al anciano que ahora efectúa un nuevo intento, no le resultó posible.
Las luces se encienden por un instante, el tubo de escape se ahoga en una bocanada de humo, el rugido del motor es un grito de prolongado esfuerzo que, apenas unos segundos más tarde, vuelve a ser silencio... La carrocería refleja las consecuencias de ese proceso fugaz: la estructura vibra víctima de un empujón que, sin embargo, no sirve de nada, la escena no cambia.
En realidad, sí lo hace. Los nervios empiezan a adueñarse de una situación que les resulta tremendamente propicia. Bocinazos insistentes que suenan a prisa, a insulto soterrado, faros que lanzan destellos de acusación y un número cada vez mayor de peatones que devoran con avidez cada detalle de ese improvisado espectáculo. Al mismo tiempo, en el interior del culpable, su involuntario cómplice empieza a desesperarse; consciente de ser la diana donde se clavan miradas de conmiseración, ácidos comentarios y apuestas corrosivas, cada vez presta menos atención a los pasos necesarios para escapar de esa trampa y, en vez de eso, se dedica a lanzar silenciosos desafíos, demasiado orgulloso para pedir ayuda.
Decidido a no rendirse, si una guerra no pudo con él... se dice tozudo, cuando hace un nuevo intento éste viene marcado por la excesiva brusquedad que impone a sus movimientos. La caja de cambios parece herida de muerte y el motor ejerce de plañidera, pero nada ocurre y el grotesco espectáculo prosigue, mientras nuevos vehículos se van sumando a la estática procesión.
El volante paga los efectos de la desesperación que gritan sus manos cansadas y, por un momento, los golpes que recibe ocultan el suave golpeteo de unos dedos sobre la ventanilla. Cuando sus ojos tropiezan con la sonrisa radiante de una joven que, además, agita su mano en señal de saludo al otro lado del cristal, detiene su rabia en un vano intento de ocultar la impotencia que le domina por completo.
- ¡Holaaa! Vaya faena, ¿verdad? Deja que te ayude.
En un primer momento no comprende nada, después... tampoco.
 ¿Quién es esa chica con tirabuzones rubios sobre su cara, maquillaje perfecto, fular fucsia y jersey de angora a juego, falda negra de colegiala y zapatos de tacón? ¿Me conoce... la conozco de algo? ¿Qué ha dicho que quiere?... Todo un torbellino de preguntas sin respuesta que, sin embargo, parecen no importar demasiado porque, sin saber bien cómo, un instante después él ocupa el asiento del copiloto y, a su lado, una voz pastosa convertida en un torrente imparable comenta divertida: "¡Ya va, ya vaaa! Cómo se estresa la gente, ¿no? Es que hay mucha infelicidad en el mundo, eso creo yo... Pero tú tranquilo, ¿eh?, no les hagas ni caso, a mí me funciona. ¡Es que yo he pasado por esto... buf, muchísimas veces! Y eso que desde que me compré el automático, ¡dónde va a parar!...".
Ya ha pasado todo. La circulación fluye de nuevo junto al vehículo que ella ha estacionado en la parada del autobús, "Aquí no estorbamos, será un momento... ¿Estás bien, quieres que te acompañe a algún sitio, prefieres que conduzca yo un rato? He quedado, pero puedo llamar... Gonza me espera, seguro, es un trozo de pan...".
De nuevo al volante de su vehículo, no ha querido interrumpir los planes de la joven, tampoco era necesario, el anciano sonríe al repasar cada uno de sus gestos, su forma de hablar, su aspecto... No ha tenido el valor de confesarlo, pero él mismo ha disfrutado en muchas ocasiones dedicando una mirada crítica y maliciosa a otras mujeres con alguna que otra dificultad para aparcar. ¡Esa chica puede haber sido una de ellas! y hoy...
... Le ha hecho un regalo que jamás olvidará.


 


noviembre 10, 2013

Colores

La realidad, como su propio nombre indica, siempre es sincera.
El campo de fútbol donde, cada domingo, se reúne con otros compatriotas para sentir que el océano estrechó un poco sus márgenes, que familia, amigos, recuerdos, todavía son suyos y no de la distancia, es ya un hervidero de saludos, ejercicios de calentamiento, bromas sobre el resultado final. Porque dentro de unos minutos, cuando comience el partido, el polvo y la tierra se transformarán en el césped de la La Bombonera, los grupos de camisetas dispares en dos equipos profesionales disputando el Torneo Apertura, el ocio en pasión.
Hoy, además, es un día importante. En algún momento de la semana, al fin llegó a casa el paquete con la equipación completa de Boca que encargó a través de internet quince días atrás.
¿Para él?, no para su hijo de nueve años; la madurez, a veces, es el empeño por mantener el latido de nuestras ilusiones en otras vidas.
Ahora, cuando contempla embobado la imagen del pequeño, al fin logra olvidar la discusión que desató en casa el precio final del "disfraz", apelativo empleado por su mujer con toda la intención para subrayar esa "auténtica locura", según sus propias palabras. Ni siquiera esta mañana ha querido compartir su alegría; "Quizá después... Estoy cansada, dormiré un rato más", es cuanto ha obtenido a cambio de su extrañado "¿No venís...?".
Ahora ya da igual, cada una de las fotografías que ha tomado para su propia posteridad alejan ese amargor y los comentarios admirados del resto, aún más.
Pero, al fin, la rutina se harta de su papel secundario y decide imponerse: el partido debe empezar.
Una última imagen del niño en el centro del campo. El balón sujeto ente su mano y la cadera, el color azul y la franja amarilla refulgen tras el crisol del orgullo paterno, todos esperan alrededor.
Satisfecho del resultado al tercer intento, encarga al niño el cuidado de la cámara, le pide que se aparte, que le anime desde la banda y arenga a sus compañeros de equipo... Hoy ganan seguro, Diego Armando a su lado es uno más del montón.
El partido da comienzo, él recibe y su hija le grita desde la grada: "Papi, ¿ya puedo ser del atleti otra vez?"...
Pérdida de balón y, unos segundos después... 0 - 1 en el marcador.