diciembre 16, 2013

Arena

A primera hora de la tarde, el sol de verano cae sobre la ensenada. Pequeño rincón de tierra en permanente batalla con el mar, el abrupto y escondido camino que desciende hasta ella es garantía de retiro y tranquilidad.
En este momento, después de una mañana llena de juegos, carreras, castillos, cubos y palas, baños en la orilla..., la niña dormita. Su mejilla izquierda se hunde en la toalla, el suave oleaje le susurra sueños, la vida es quietud para no despertarla. 
Tiene cuatro años y su cuerpo, hasta hace un momento torbellino inagotable, se asemeja ahora al de una marioneta deslavazada, brazos y piernas dibujando ángulos imposibles para el descanso. El pelo enredado de risas y la piel salada, no hay lugar para nada que no sea despreocupado disfrute. El bañador fucsia es la niñez reclamando su absoluto protagonismo sobre el paisaje. Su boca entreabierta muestra el adiós de algunos dientes de leche y permite el desbordamiento de un fino río de saliva. Su rostro es paz, abandono, porque no hay otro lugar en el mundo donde pueda estar mejor...
A su lado, no puede verle la cara, un hombre mantiene su mirada fija en el horizonte, quizá imaginando el futuro de la pequeña, tal vez solo deleitándose en ese instante eterno. Su mano, suave cadencia circular sobre la espalda, vela el descanso y, de vez en cuando, aparta el rastro reseco que las algas han dejado impreso sobre el cabello. Permanece alerta, dispuesto a enfrentarse a cualquier detalle que pretenda irrumpir en la escena, no importa si es un maremoto o un simple cangrejo, él está allí para vencerlos. No hace ningún ruido, sus movimientos son apenas perceptibles y, aun cuando el sopor continúa empeñado en hacerle caer víctima de su influjo, resiste impasible.
Los dos, ahí tirados, son la imagen perfecta del amor y la confianza absoluta.
Todos los demás, quienes compartimos con ellos este vagón de metro, solo somos el atrezo de la realidad. Grises, horarios, absurdas disputas, alegrías escasas..., nuestras miradas permanecen fijas en esa pequeña cala donde un padre acuna sobre el hueco de su hombro a su hija, agotada después de otra emocionante jornada de descubrimientos en la guardería. Recuerdos de momentos similares que ya quedaron atrás, ternura, sana envidia nos invaden, porque únicamente podemos observar, el acceso está vedado a cualquier extraño.
Llegará un tiempo en el cual las mareas de la vida oculten esa playa. La pleamar de la niñez primero y, más tarde, el tsunami de la adolescencia arrasarán el mundo que solo ellos comparten. Sin embargo, algunos años después la arena volverá a posarse y, aun cuando nunca regresen al mismo lugar, los dos revivirán una y otra vez cada uno de esos largos abrazos. El amor nunca se ahoga en edades.
Ahora deben irse, el altavoz acaba de anunciar la estación donde vuelve la rutina. De forma apresurada y un tanto milagrosa, el hombre llega hasta la puerta sujetando su maletín, la mochila de la niña y a ésta, todavía escondida en la playa de sus brazos. Un pitido suena y la pequeña abre un instante los ojos; confundida por el vaivén de los primeros pasos y dispuesta a retrasar cuanto sea posible el regreso, afianza sus pequeñas manos sobre el cuello, y sus piernas, colgando más allá del abrigo rosa, se cierran aún más sobre el torso de su padre... Apenas un segundo más tarde, su mejilla vuelve a deformarse.
El tren echa a andar, la vida se impone nuevamente para todos. Solo dos afortunados continúan viviendo su eterno verano.


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