diciembre 06, 2013

Correspondencia

     Querida 13,
    Hoy notarás que te escribo extraño. Como si en vez de en este escritorio, lo hiciese desde muy lejos... Tienes razón, estoy en un tiempo que no puedo recordar.
     ¿Cómo he llegado aquí?, dejando que una estilográfica hable por mí.
     Día de fiesta y Rastro en Madrid. Sol de dibujo infantil en el cielo, viernes hurtado a la rutina por una joven demócrata de treinta y cinco años. Pero el cansancio, ese sicario a sueldo del sueño, ha venido a reclamar el pago de la deuda que mantengo con su jefe y que últimamente no ha hecho sino aumentar. Aunque lo he intentado, mis falsas promesas no han logrado embaucar al matón, "Mañana, mañana sin falta... Hoy me acuesto temprano y no me levanto hasta que ya no pueda dormir más", que me ha atado a la cama y se ha cobrado unas horas a modo de adelanto.
     Por eso, cuando he logrado presentarme ante Eloy Gonzalo en la Plaza de Cascorro, algunos puestos empezaban a recoger sus mercancías. Era, como yo la llamo, "la hora de las oportunidades"; ese momento a partir de cual, quizá el vendedor prefiere negociar el precio de sus artículos antes que asumir la pequeña derrota de cargarlos nuevamente en el furgón. No busco nada concreto; apenas un paseo dominguero, quizá una oportunidad escondida y, luego, un vermú para celebrar mi éxito.
     Evito Ribera de Curtidores, demasiado jaleo aún, apenas se puede andar; buen tiempo y puente festivo con la Navidad a pocas semanas vista: la combinación perfecta para el cóctel de la multitud. Carlos Arniches, Mira el Río Alta y Baja, Carnero..., me pierdo por esas callejas donde muebles y objetos de segunda o muchas manos toman el espacio de acera situado frente a la tienda que los exhibe. La oferta es infinita, el pasado luchando por su propia supervivencia, la restauración acudiendo en su ayuda. Coleccionismo, nostalgia, decoración retro, la calle es un hervidero de motivos para rebuscar en el laberinto de lo expuesto.
   Un poco apartado del resto, confiado en que esa distancia prudencial le libre del reproche de los comerciantes, un anciano expone unos cuantos cachivaches encima de una sábana que ha olvidado cuándo fue blanca por última vez. Tres o cuatro libros arrugados y con sus hojas amarillentas, un viejo despertador, dos figuras de porcelana desportilladas por el paso del tiempo, una lata de galletas con el óxido lamiendo sus esquinas, restos del naufragio de una cubertería... Frente a él, una pareja de mediana edad, el hombre un poco apartado y la mujer tratando de captar con sus palabras la mirada reticente del viejo. ¿Posibles compradores regateando?, no lo parecen; además, ¿qué otra cosa reclamar por esos objetos salvo aquello que ofrezca la voluntad del comprador?
     Al fin lo entiendo, la distancia que la curiosidad me ha hecho ganar con disimulo resulta de gran ayuda. Ella debe ser su hija; le suplica que abandone aquel lugar, su mirada se empeña en evitar cuanto se expone a sus pies, tal vez para no tener que enfrentarse a la visión de sus propios recuerdos desparramados en el suelo. Cada poco, mira en una y otra dirección, tratando de asegurar el anonimato frente a la posible aparición de cualquier rostro conocido entre los paseantes. El hombre situado a su espalda, permanece en silencio, impasible, la mandíbula apretada y los ojos distraídos, como si ya hubiese previsto el resultado final de esa situación. Al cabo de unos minutos de infructuosas súplicas, interviene para agarrar con firmeza el codo de la mujer; es su forma de decir que el tiempo ha concluido, que ya es hora de abandonar, ése era el trato.
     De nuevo solo, el anciano parece perder la poca fortaleza que sus años aún le han permitido mantener frente a las andanadas de ruegos y, ya al final, el fuego cruzado de algún reproche resentido. Buscando el apoyo de la pared, saca un pañuelo arrugado por la vida para secar el inmenso dolor que sus ojos no son capaces de retener. Sus manos huesudas tiemblan y su cuerpo parece invisible bajo las hechuras del viejo gabán que, sin duda, echa de menos un tiempo en el cual era elegancia y no esperpento.
     Cuando al fin se recompone, me acerco. No sé por qué lo hago, tal vez solo quiero ayudarle a olvidar con mi presencia. Por eso pregunto el precio de esa vieja cartera arrugada, "Cinco... diez si me quiere invitar a comer hoy" es su respuesta. Mientras dudo, en realidad no la quiero para nada, mis ojos tropiezan con el cuerpo mate de una pluma escondida parcialmente en un pliegue de la sábana. "Ésa vale también la cena y, ahora, un rato de charla"...
     La he traído conmigo, hoy es ella quien escribe. Como lo hizo hace muchos años en  la mano del hombre que me la ha vendido; con ella escribió cartas semanales a su mujer y a su hija desde el exilio forzoso que le impuso ser uno de los vencidos en la contienda que todavía sangra... Hace años que no la usa. ¿Su mujer? descansa hace mucho de tanta tristeza y él no tardará en irse con ella. En cuanto a su hija, me confiesa arrugando de nuevo la vida entre sus manos, parece incapaz de entender que él no puede aceptar los lujos y la comodidad que le ofrece cada semana en ese mismo lugar donde estábamos hace un rato... Porque su marido, "El que no hablaba, el cobarde...", se ha hecho rico sentando frente a la mesa de su despacho en el banco a muchas personas que, con su firma, dictaron la sentencia de muerte para unos ahorros que ya no recuperarán.
     Al despedirme de él, de nuevo en la calle y en justa correspondencia por la confianza mostrada, le he ofrecido pagar a plazos... El siguiente es el próximo domingo: vermú y unas bravas.
    
     
     

4 comentarios :

  1. ¡Qué bueno! ¡Qué a gusto se lee! Bellas imágenes en su justa medida y en su lugar adecuado. Y algún que otro pellizco en el alma. Gracias.

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  2. Aquí, en La 13, buscamos las emociones... Si tu alma se ha erizado, sonreímos. Es un placer recibirte, siempre es un placer. Gracias por venir, gracias por hablar. GRACIAS a ti.

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  3. Que bonita historia....me gusta leerte...

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  4. Y a mí sentir tus ojos recorriendo los renglones de mi alma... Gracias, SIEMPRE.

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