diciembre 25, 2013

Transmisores

Un tren bipolar, ése es mi diagnóstico para el cercanías.
Condenado al tránsito permanente entre la ciudad y el extrarradio, a veces es el cómplice perfecto de quienes huyen de la opresión urbana. Otras, en cambio, el mercenario que les apresa para someterles de nuevo a su dictado.
Ahora, en este viaje, todos somos fugitivos. Poco a poco, la cordillera de cemento ha ido quedando atrás; los bloques de viviendas, los túmulos que forman los centros comerciales, las naves que dibujan con simétrico pragmatismo los polígonos..., han sido sustituidos por un paisaje plano, campos sembrados o tierras estériles orgullosas de su libertad que, antes o después, aparece salpicado por pequeñas poblaciones donde conviven desertores y devotos del asfalto.
No somos muchos viajeros, la hora punta pasó hace rato y las vacaciones escolares parecen anestesiar el trasvase de actividad entre esos dos vasos comunicantes tan próximos, tan distantes... Algún que otro turista, ancianos que llevan de excursión a sus pulmones, dos adolescentes en busca de sí mismas, fantasmas de miradas perdidas tras un trabajo que no encuentran, un joven con respiración asistida a esa pantalla táctil que mantiene oculta su mirada y yo, como siempre me sucede, atrapado en mis propios pensamientos e incapaz de atender la queja del libro que olvidé en el asiento de al lado.
El silencio, la falsa calma, solo tiene un contrincante: el niño que dos filas de asientos más allá, arropado por la atenta mirada de su madre, recrea la Prehistoria con ayuda de esas figuras que representan diversas especies de dinosaurios. Disputas territoriales, vuelos imposibles, rugidos salvajes..., sus ojos parecen capaces de trasladarse millones de años atrás, absortos como están en cada detalle de la fantasía que él mismo alimenta. Ni el paisaje, ni el resto de los pasajeros, ni ese bocadillo que agoniza en su mortaja de aluminio se muestran capaces de hacerle regresar al presente, en realidad nada lo parece.
Hasta que, en la siguiente estación, tres nuevos pasajeros se unen a nuestra comitiva: una mujer con un bebé en brazos y, a su lado, un chico más o menos de la misma edad que el aprendiz de paleontólogo. Ropas sucias, gastadas por otras vidas y que ahora ya agonizan sobre sus cuerpos, un pañuelo en la cabeza esconde el cabello de la mujer y enmarca un rostro surcado por arrugas de profundo desengaño, sus pies apenas encuentran cobijo en esas chanclas de paño y las medias, muertas bajo las rodillas, son la viva imagen de la derrota. El pequeño es apenas un bulto inmóvil bajo una manta, todo lo contrario que el otro, cuya mirada inquieta ya ha repasado cada detalle de su entorno más cercano.
Las dos mujeres cruzan sus miradas un instante, ambas parecen comprender y aceptar la inmensidad que separa sus respectivas realidades y, aún así, por un segundo la llama de un breve saludo está a punto de encenderse. Nada pasa, sin embargo, la madurez nos hace esclavos de la desconfianza. Los dos chicos, por el contrario, aún no han contraído esa enfermedad y, pese a que sus labios hablan idiomas distintos, caminan juntos por las llanuras del Jurásico bajo la orgullosa mirada de sus madres.
De pronto, dos guardias jurados rompen la burbuja e instauran de nuevo el presente. Avanzan precediendo a un inspector que reclama su billete a cada uno de los viajeros...
Los recién llegados no lo tienen; no lo encuentran o lo han perdido, en la mente de un niño no hay lugar para el engaño. Cuando el revisor empieza a escribir en el bloc que lleva en su mano, solo una voz se alza en contra:
- ¡No!
- ¡Pablo! -le reprende su madre, tratando de disculparse con la mirada- Deja al al señor en paz, no molestes.
- ¡Pero mamá...! Si le apunta ahí, los Reyes se enterarán y no le traerán nada...
El bolígrafo interrumpe su avance en la hoja y el hombre detiene con su mirada el regreso de los guardias desde el otro extremo del vagón, "No pasa nada, tranquilos".
Un rato después, cuando Pablo y su madre se preparan para bajar, los dos chicos se despiden como eternos amigos sin mediar una palabra. Las dos mujeres sonríen y, guiadas por un invisible halo que derriba todos los prejuicios, consiguen encontrarse al fin:
- ¡Feliz Navidad!
- Craciun fericit!




2 comentarios :

  1. Estupendo leerte de nuevo!

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    1. También a ti, también... Gracias por no dejar de mirarme.

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