diciembre 02, 2013

Sepia

Hay lugares que, no importa el tiempo transcurrido, siempre voy a sentir míos.
De pie en el pasillo, en esa zona de la planta baja próxima a la puerta, permanezco a la espera. El instituto respira despacio, es horario de clase y mi repentino ataque de nostalgia, lógicamente, despierta inquietud y extrañeza a partes iguales. Yo mismo no he sido capaz de explicar al Jefe de estudios los motivos de mi presencia allí, no acabo de comprender por qué hoy he sentido la necesidad de abrir la ventana que muestra uno de los paisajes más bellos de mi pasado, pero... ¿desde cuándo los sentimientos se someten al dictado de la lógica?
He dudado, lo reconozco, pero no porque mi deseo flaquease. Más bien, venía anticipando una más que probable negativa, molestias que no está en mi ánimo crear. Aún así, he venido, de nuevo estoy en el Príncipe Felipe.
Solo quiero asomarme a los rincones que fueron casi toda mi vida durante cuatro años inolvidables. Refrescar aquellos momentos que mi memoria conserva como uno de sus más preciadas posesiones, presentarme hoy, más de un cuarto de siglo después, frente al adolescente que fui...
Apoyado en la pared de ladrillo, como tantas veces hice en los minutos que separaban una y otra clase, veo a un muchacho, apenas un niño aún, recién llegado a un universo completamente desconocido. Aquel año se inauguraba el centro, recuerdo que ése fue uno de los motivos que me hicieron solicitar plaza en él; aunque la distancia que debía recorrer desde mi casa era grande, la opción más próxima venía acompañada por comentarios que relataban todo tipo de crueles novatadas a los recién llegados, así que pensé "Si es nuevo, todos seremos novatos"  y... así fue.
Ese curso estuvo plagado de irregularidades. Solo el trabajo infatigable, la ilusión y la entrega del profesorado y personal administrativo logró que la maquinaria no quedase varada en medio del limbo burocrático. Asignaturas huérfanas de los docentes que debían impartir las clases, pasillos de aulas cerradas y suelos perfectamente pulidos donde, como si fuese la hierba de un campo de fútbol, nos deslizábamos para arrebatar al equipo contrario una pequeña bola de papel de plata. Nuevos amigos, casi instantáneos y esa extraña sensación que despertaba cuando las chicas empezaron a ser... algo más.
Demasiado responsable para hacer pellas, demasiado tímido para ser algo más que amigo de sus compañeras, demasiado inexperto para no ruborizarse cuando alguna repetidora le usaba para jugar... Puedo verle, acomplejado por los persistentes problemas estéticos de una barba incipiente que nadie le enseñó cómo debía afeitar, con aquellos pantalones de tergal que eran una pésima imitación de los vaqueros y esas zapatillas de loneta que tanto llegó a odiar, envidiando la ropa de sus compañeros... Un empollón.
Los años siguientes, por suerte para él, fueron una completa revolución. Llegaron los vaqueros, las deportivas de verdad y, ya que la timidez parecía incurable, al menos supo ganarse el respeto de todos; era alguien en quien se podía confiar, siempre dispuesto a echar una mano en un examen, a dejar apuntes, a escuchar... y mantener secretos. El baloncesto, además, le hizo descubrir un universo de tardes en libertad y días que empezaban de noche para estudiar.
Los lunes eran un gran día porque se abrían de nuevo las puertas de aquel mundo aparte, en la cafetería esperaba la tortilla de Emilia y Vicente, su marido y uno de los bedeles, siempre tenía una palabra amable y un consejo para cualquiera de sus chicos... Y estaban las clases de Filosofía, donde Paco mostraba a unos niños la senda para reflexionar y reconocerse como personas. Y ese amigo inseparable, Vicen,  con quien llegó a formar un todo. Todo era perfecto, casi...
Porque durante tres años aquel chico estuvo enamorado de ella, solo de ella, pero... Las eternas tardes de cine, las semanas ahorrando para la entrada y el refresco a la salida, las despedidas frente a su portal, las miradas secretas, todas las veces que le pidió ser algo más que buenos amigos, no dieron el fruto que tanto ansiaba. Hubo dolor, incomprensión, tristeza... por suerte, también bromas de su pandilla, "¡Pues otra vez será! ¿Es la cuarta vez que te dice que no?..., ya queda menos entonces", pero el sueño nunca se hizo realidad.
Aquel muchacho me mira ahora, parece saber perfectamente el camino que he recorrido pese a no haber salido de allí durante todos estos años y, al final, ambos sonreímos.
De pronto, el estruendo del timbre anunciando el inicio del recreo, barre los pigmentos del pasado y la realidad vuelve a hacerse presente. El pasillo es ahora un río en plena crecida y las puertas de las clases situadas a ambos lados sus afluentes. La ropa es distinta, los peinados, todos son enormes y aún así... seguro que no es tan distinto.
La respuesta del Jefe de estudios me llega por omisión, quizá sea mejor así. Debo irme.
Me despido de esa imagen de mí mismo, ahora ya apenas visible: Siempre estarás conmigo, ya nunca seré como tú. 


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