diciembre 09, 2013

Viejita

El tiempo en que los pasos se acortan. 
La vejez, jugadora experta, tiene sus propios recursos para alargar su presencia en la mesa de la vida. Uno de ellos, recorrer esos últimos años sin prisa; los pies aferrados al suelo, con ese frágil arrastre que procura retardar el momento inevitable.
La planta baja de la residencia para ancianos se ilumina hoy por la mañana con la claridad del frío otoñal. Es lunes y, aunque ese dato aquí pueda parecer irrelevante, nada más lejos de la realidad. Eso significa ausencia casi total de visitantes; la compañía, los encargos, las sorpresas y, lo más valioso, esos besos que curan la soledad, hoy no vendrán. Los pasillos vuelven a ser silencio, achaques, miradas opacas de tantos recuerdos.
Como siempre hay excepciones, mi amigo ya está preguntando por su madre en el mostrador de recepción. Han pasado varias semanas desde la última vez. El tiempo es un bien escaso; el trabajo absorbe buena parte y el resto, bueno, se escapa fácilmente. Las obligaciones, el cansancio, el ocio sin más, el olvido interesado... poker de coartadas para que la conciencia se adormezca.
En su caso, además, el inesperado e incomprensible abandono que encontró como respuesta a un grave problema personal ha anestesiado sus sentimientos, condenándole a transitar por un páramo de ausencia. Hoy, por fin, ha dejado de dar vueltas en círculo sobre esa tierra yerma y no ha querido esperar ni un día más. ¿Yo?, le acompaño, solo le acompaño; sus emociones, tanto tiempo amordazadas, están fuera de control y me preocupan las sobrecargas.
"Hay que esperar...", me informa con la voz rasposa de desilusión. Al parecer, ha sufrido una leve caída hace unos días, "Nada grave" se apresura a añadir más para apaciguar su conciencia que para dar respuesta a una pregunta que no me ha dado ocasión de formular, y le están practicando una nueva cura en la sección de enfermería. Se siente culpable, lo veo en su rostro; como si esa lejanía que ha necesitado mantener hubiese propiciado en cierto modo el accidente. Sentado a mi lado, ahora es silencio impaciente, ojos en el suelo, manos que abrazan con fuerza sus brazos para no caer vencidas.
- ¿Y cómo era antes? -le pregunto, tratando que se suba al bote salvavidas de los buenos recuerdos.
"Ella nos sacó adelante...", empieza a decir desde muy lejos... De pronto, su voz es un misterio que hipnotiza y dibuja a una mujer que, al cabo de muchos años de dedicación exclusiva a su marido e hijos, tuvo el valor de salir a la calle para buscar el dinero que pusiera sobre la mesa un trozo de pan. Sin apenas ayuda, un parado malherido en su hombría y dos chicos en la egoísta adolescencia, limpió y organizó otras vidas para salvar la de su familia.
Y puedo verla de una habitación a otra de la casa, cantando esas coplas que adornaron tantos bailes en su juventud. Riñendo a dos niños que pisaban el suelo recién fregado, examinando sus notas escolares, planchando en la cocina las tardes de invierno con la única compañía de aquel serial radiofónico, cada vez más sola a medida que su matrimonio viraba hacia el naufragio y sus hijos, el único motivo al cual supo aferrarse para seguir, volaban cada vez más alto... El día que no fue capaz de verles sobrevolar su cielo, ella misma se perdió.
Llegó la derrota, el egoísmo, la desesperación, el desvarío que reclamaba la presencia constante de sus "pequeños". La soledad más profunda, aquella que uno siembra a su alrededor. Y, finalmente, el retiro a este lugar; la valentía de alejarse para liberar a quienes más quería de ese anhelo imposible.
El silencio se impone de nuevo, mientras contemplamos el retrato de una gran mujer. Imperfecta, como todos los somos; incapaz de aceptar un destino que nunca creyó merecer. Una mujer que amó con locura y, a cambio, recibió amor cuerdo sin detalles. Una madre excelente, la mejor, que pretendió que mi hermano y yo jamás abandonásemos la tierra de la niñez.
Mi amigo, ese niño que un día fui, hoy me ha traído hasta aquí para que regrese a su lado, para que le diga cómo he comprendido al fin, para decirle que el adulto en quien me he convertido jamás la dejará sola.
Atravieso el pasillo para ir a su encuentro. Cuando sus ojos cansados me alcanzan, los dos somos alegría y, de pronto, las palabras no hacen falta. El bastón que le sirve de apoyo tiembla en su mano, la emoción pinta su rostro... Sigue siendo la más guapa del barrio.
"Te quiero mucho, Mamá", repite sin parar la sucesión de besos que le doy.

2 comentarios :