diciembre 07, 2013

Oculto

La madrugada es el eclipse del día. Un tiempo especial.
Horas que a veces se arrastran eternas y otras, en cambio, son el picado de una rapaz sobre su presa.
El lugar donde dos cuerpos pueden ser uno, o bien, transformarse en amantes de las sábanas vacías.
El valle más fértil para los sueños o una tundra de pesadilla azotada por el gélido aliento de las dudas.
Oscuridad, misterio, la trastienda de la vida, una vela que multiplica las sombras de cada uno, el silencio que te dice quién eres en realidad, un comienzo disfrazado de final... 
Como ocurre cada noche desde que se abrió su puerta, La 13 saborea un café en la sala de espera de esa nueva alborada que aún tardará en llegar. Poco a poco, la calle se ha ido apagando, las voces de los vecinos han huido hacia el descanso, el ascensor se acurruca inmóvil en su hueco solitario, las ventanas se camuflan disfrazadas de rectángulos mudos.
Un nuevo retrato va tomando forma mientras tanto. Palabras que perfilan rasgos, frases para modelar la silueta de su cuerpo, signos de puntuación que subrayan el carácter... Al cabo de un par de horas, la espalda se queja, exige un descanso.
Acepto encantado, me gusta contemplar la callada soledad que reina ahí fuera. Y entonces tropiezo con él.
Justo enfrente, a través de un amplio ventanal, el resplandor de un televisor gigante dibuja el contorno de una figura masculina que agita su mano con vehemencia a la altura de la pelvis. La actitud resulta inconfundible pero, aún así, mis ojos se trasladan de inmediato hacia la pantalla que antes obviaron, tratando de confirmar sus sospechas. 
Dos mujeres protagonizan una escena de evidente contenido pornográfico; cuerpos desnudos, primeros planos, un consolador de látex... 
Nunca he hablado con él, solo es alguien que forma parte de mi paisaje urbano más inmediato. Le he visto hablar por teléfono, regar las plantas, a veces charlar con una mujer en la terraza... A menudo, el único rastro que tengo de su presencia es el resplandor de una luz en esa misma estancia que hoy es penumbra y, ahora que nuestras miradas se han encontrado al fin, también sobresalto. No ha podido oírme. La luz de La 13 no llega hasta aquí y, sin embargo, me ha visto. Tal vez un reflejo en el cristal de su ventana, mi silueta difuminada en la pantalla o esa extraña alarma que nos avisa cuando sentimos que invaden nuestra intimidad. 
En apenas un par de segundos que son toda una eternidad, su rostro es conmoción, vergüenza y reproche. El mío no puedo verlo; hubiese querido que fuese disculpa, indiferencia y olvido, pero temo haber tenido la misma expresividad que una piedra. El fulminante telón de una cortina pone punto y final al episodio y, casi al instante, la luz ya no existe a su espalda.
Me aparto del cristal, quisiera poder regresar al instante en el cual mi espalda empezaba su lamento, pero es imposible. No desvío la vista en ningún momento hacia atrás y, sin embargo, sé que observa cómo me alejo...
Escondido de mi juicio, escondido de sí mismo.

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