diciembre 18, 2013

Piso

Recibidor, tres habitaciones, comedor, sala de estar, cuarto de baño, cocina y dos terrazas.
¿Vamos?...
Un perchero antiguo nada más entrar, a la izquierda, de ésos que reúnen todas las comodidades para abrigos y paraguas en su estructura de metal; espejo incorporado para revisar que todo está como debe justo antes de salir a la calle. Dos sillas en la pared de enfrente y, entre ambas, el voluminoso mueble que mantiene oculta la máquina de coser. La entrada, nunca fue recibidor, oscura y solitaria... El lugar donde, a estas alturas de año, cada noche un niño escapaba para ser hipnotizado por las luces intermitentes del árbol de Navidad que había decorado junto a su hermano.
Justo enfrente, la cocina. Estrecha y alargada, el lugar donde ese mismo niño llenaba cuatro vasos de zumo de naranja recién exprimido a diario. Armarios, nevera, quemadores de gas butano, la pila y el calentador a un lado; al otro, dos sillas escoltando una mesa plegable y, bajo ésta, la banqueta, también convertible en escalera improvisada. En uno de sus extremos, la puerta que se abre a la "terraza de la cocina", más conocida como "el cuchillo", por estar orientada al norte y ser una importante suministradora de catarros en invierno.
A su lado, la sala de estar... Sufrió cambios con el paso de los años pero, sin lugar a dudas, destaca su decoración original: dos butacas inmensas, dos sillas incómodas, una mesa baja y un mueble para la televisión. Como no podía ser de otra manera, dos de las cuatro personas que allí vivían disfrutaban de cierta comodidad frente al televisor, las otras se convertían en un escorzo. Un último detalle: en cada una de las paredes, estanterías de pequeñas ventanas que rozaban el techo donde se acumulaba una inmensa colección de botellitas de licor que nunca limpió su dueño, para eso estaban su mujer o sus hijos.
El cuarto de baño enfrente. Media bañera que no sirve para nada, el espejo donde mi corte de pelo se convirtió durante años en el de un señor mayor e hice sufrir a mi cara auténticas sesiones de tortura; nadie vino nunca a decirme "¡Basta!". Armario, bidé e inodoro para completar y el ventanuco que se abría a un patio tan estrecho y lóbrego que aquel niño evitaba asomarse.
Avanzando por el pasillo en dirección opuesta, la habitación de matrimonio. Una cama antigua con el cabecero de metal, dos mesillas y un armario de tres puertas y madera oscura, como la relación que mantuvieron durante muchos años las dos personas que compartían ausencia y reproches tras su puerta abierta o cerrada, las discusiones tenían lugar de una u otra forma.
El comedor, la estancia más grande y, sin embargo, empequeñecida por los voluminoso muebles que en ella se amontonaban. A la izquierda, nada más entrar, la vitrina; refugio de recuerdos, adornos, vajilla de ocasiones olvidadas... En la pared derecha, el aparador; cuatro cajones y, a sus pies, el mismo número de puertas. Refugio de documentos, comida no perecedera, manteles..., allí donde me avergüenza recordar que encerré mis secretos de adolescente bajo una cerradura que puso mi desconfianza. Por último, la gigantesca mesa y las seis sillas que la rodeaban; en sus tripas de estructura abatible se escondían mis soldados y yo mismo, allí al menos la niñez no perdía la batalla frente a la guerra de los adultos.
La terraza del comedor, como su propio nombre indica, se abría más allá de la puerta corredera que ocupaba la pared más alejada. Orientada al sur en este caso, aquél fue el jardín de mis noches de verano.
Y queda una habitación: la de dos hermanos y sus literas, armario que ocupaba buena parte del espacio, solo una mesilla y el escritorio abatible con cuatro cajones en la parte inferior. Yo dormía abajo y en el colchón de arriba estaba mi héroe, a quien yo quería seguir a todos lados, cuatro años más de grandeza absoluta. Luego... todo fue kryptonita, un mineral imaginario, como ojalá hubieran sido tantas cosas entre los dos y que acabó fulminando al héroe.
Varias estancias, cuatro personas bajo un mismo techo que llegaron a perderse de vista por completo. 
Durante la mayor parte de mis primeros veintiséis años, la casa donde habité, más que un hogar, solo fue el retrato de un piso.

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