diciembre 14, 2013

Verdades

La hora de cierre se aproxima y varias parejas se agolpan frente a la entrada de la ludoteca. Hoy sábado, dos o tres horas de diversión para los niños que, probablemente, han sido aprovechadas en muchos casos para ayudar a Papá Noel y los Reyes Magos en su ingente labor. 
Con la ayuda de esas cartas que nunca llegaron a ningún buzón, habrán recorrido arriba y abajo los pasillos de los hipermercados. Me pregunto cuál será este año el "juguete imposible", ése que ya llevará agotado varias semanas, "Esperamos recibir varias unidades en próximos días, pero no sabemos cuándo...", no importa cuántas tiendas les haya dado tiempo y ganas visitar... Después, el importe final y los suspiros de resignación frente a las cajas, para terminar con la prisa de esconderlo todo en casa y "No te entretengas más, que ahí no alcanzan y no llegamos...".
Ahora, mientras aguardan, les imagino soñando con la posibilidad de una tregua justo después de comer; una siesta reparadora en el sofá, una cabezada al menos, no importa que los niños vean otra película o jueguen un rato más con el ordenador, solo un rato...
Junto a todos ellos, pero algo más apartados, estamos los miembros del voluntariado. Abuelos, tíos, amigos..., ese soporte humano casi imprescindible en una sociedad que demanda savia nueva de forma constante, pero abandona a los nuevos padres a su suerte. Yo mismo, sin ir más lejos, he venido a buscar a Diego, el hijo de una amiga; ella está felizmente sometida a los vaivenes de horario que le exige un contrato eventual en estas fechas navideñas, hace meses que fue despedida y no ha habido suerte hasta ahora, pero no puede multiplicarse y el padre del chico no cuenta, hace tiempo que se fue.
A mi lado, una pareja de ancianos que observan con recelo esa puerta y cuanto sucede a su alrededor, tal vez contrariados porque su nieto ha pasado la mañana al cuidado de unos perfectos desconocidos en vez de con sus abuelos. Sus ojos inquietos muestran la incomprensión frente a unos usos y costumbres tan distintos a aquellos que marcaron su propia paternidad.
Finalmente, la puerta se abre y, de forma inmediata, se produce un movimiento sísmico que nos hace avanzar a todos en esa dirección, como si los niños pudiesen evaporarse si no son reclamados al instante. En el umbral, de forma alternativa, dos cuidadores se aseguran que cada uno es recogido por sus padres, o bien, por las personas que hemos sido debidamente autorizadas. Vestidos con las camisetas corporativas de la institución que patrocina la actividad, un beso y un globo sellan su particular tratado de amistad eterna con cada uno de los pequeños.
Pero llaman la atención por algo más. El chico luce una voluminosa maraña de rastas y un llamativo dilatador en el lóbulo de su oreja izquierda; ella lleva el pelo teñido de azul y un piercing en forma de aro atraviesa una de las aletas de su nariz.
Apenas les han visto, los abuelos han mudado su expresión del asombro al rechazo más absoluto. La indignación es patente en sus rostros, como si esperasen con total seguridad que su nieto hubiese sido contaminado por la misma extraña enfermedad que padecen esos... ¿les habrán llamado fantoches?.
Impaciente y decidido a rescatarle cuanto antes, el hombre empieza a abrirse paso a trompicones entre quienes están más próximos mientras masculla "¡Será posible... qué pintas! ¡Menudo ejemplo!". La voz de quien puede anticipar sin equívoco sus reacciones al cabo de media vida juntos trata de apaciguarle a su espalda, "Fede, Fede...", al tiempo que sus ojos se excusan sin palabras.
- Mi nieto, ¿dónde está mi nieto? -le espeta al chico sin saludo previo y orgulloso de sí mismo por ese arranque de genio que el resto recibe con desconcierto.
- Hola, buenos días -educación, serenidad, sonrisa sincera de quien parece acostumbrado a enfrentarse con actitudes similares-. ¿Cómo se llama su nieto?
- Javi... Javier, se llama Javier. Yo soy su abuelo -añaden los nervios de forma totalmente innecesaria.
- ¡Ah... sí! -el viejo parece dispuesto a cogerle del cuello y preguntarle qué quiere decir con esa expresión, pero la mano de su mujer en el antebrazo le contiene- Ahora mismo sale.
La chica extraterrestre, consciente de la tensión que se palpa en el ambiente, decide interrumpir su labor y aguarda el regreso de su compañero. En realidad, todos lo hacemos, expectantes. Al cabo de un minuto, la sonrisa de un niño llena el vano de la puerta, su mano enlazada con la del cuidador.
- ¡Hola, abuelo! Este es Saúl y esa -dice señalando con el dedo índice de su mano libre- Mara... ¿A que molan? ¿Pueden comer en casa, pueden, pueden...?, es que viven lejos y luego esta tarde hacen teatro y, y...
No se oye, tampoco puede verse, pero una inmensa satisfacción nos invade a todos. Sonrisas tímidas, algún que otro comentario arriesgado, "Pensaría que se lo habían comido...", y la respuesta que, sin duda, merecen esos chicos.
- Bueno... -pide ayuda con sus ojos a la abuela y la encuentra, como siempre- Sí, sí, que vengan.
- Otro día Javi, de verdad, tenemos que recoger todo esto y no vamos a tener tiempo... Pero gracias, y a ustedes también. ¡Hasta otra!
Ahí está Diego, trae un... no sé qué trae en la mano, pero seguro que se ha divertido mucho haciéndolo y ahora me explicará de qué se trata.
Mientras se despide de Mara con un beso, yo desvío la mirada hacia aquellos que Javi sigue lanzando a Saúl en la distancia.

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