diciembre 19, 2013

Mirones

La zona centro está tomada por la Navidad. Difícil encontrar un sitio donde disfrutar de un café con calma.
A punto de darme por vencido, el luminoso del Café Madrid llama mi atención desde su atalaya. Situado entre las calles Bonetillo y Mesón de Paños, no hemos sido presentados. Así que decido probar suerte, nunca está de más añadir nuevos rincones donde extraviarse un rato a solas o con la mejor de las compañías.
Bonito salón. Mesas de mármol, columnas, pequeños apliques de luz tenue, amplios ventanales, interesante exposición fotográfica  de Madrid en las paredes... Me siento cerca de una de las ventanas y, aunque el local cautiva, el tono de las conversaciones a mi alrededor es un griterío continuo, así que ni siquiera hago intención de probar suerte con la lectura, dejaré que disfruten los sentidos.
No tardo en regresar a la mesa situada unos cuantos pasos a la derecha, dos sillas a un lado y al otro el banco que recorre esa pared de uno a otro extremo. En ella, un chico sigue llenando láminas con bocetos a carboncillo; el mármol ha desaparecido, hay diversos lápices desparramados y, sobre la superficie del banco, dos cuadernos y una bolsa de lona continúan anexionando nuevas tierras para el arte. Un momento antes, al pasar a su lado, he visto que sus dibujos son el paisaje del café, las personas y actitudes que, incluso ahora mismo, comparten el mismo espacio.
Sonrío en silencio, consciente de haber captado su mirada. Dudo entre identificarme como un compañero de vocación a mi manera, o bien, no facilitar una información que nadie me ha pedido. Decido seguir callado, uno nunca sabe si la empatía puede ser tomada por grandilocuencia absurda.
Sin embargo, o mi mueca le ha incomodado, o bien, la manera que tengo de rasgar el sobre de azúcar llama poderosamente su atención porque, un instante después, observo que ha girado su postura y, sin el menor sentido del pudor, sus ojos y su mano van y vienen desde donde yo me encuentro a la lámina. 
No sé si soy inspiración o me desafía, pero no me gusta. Quisiera una discreción mucho mayor, o un "¿Te importa que...?"; el lugar es público, sí, pero los modelos no tienen por qué ser necesariamente voluntarios. Creo que disfruta con mi evidente incomodidad. Ahora la sonrisa ha cambiado de sitio, aunque la suya no tengo duda que tiene un toque de burla.
¡Libreta y bolígrafo para qué os quiero!, acepto el duelo. De forma evidente, giro la silla hasta quedar frente a frente con el artista. Y le miro, ya no me importa convertirme en material de primera para sus dibujos, clavo mis ojos en él. La hoja espera y mi mano derecha acaricia el colt con balas de tinta... 
Sus ojos parecen velados por la sorpresa, incapaces de trasladar sensaciones al lapicero. Los dedos, fuertemente anclados a éste, son ahora tullidos extremos de una mano muda. La boca cambia su sonrisa por una gruta abierta. Una sombra escarlata aviva ahora sus mejillas y, si la luz de las lámparas no me engaña, yo diría que se acentúa a medida que las palabras respiran en mi cuaderno. Se esconde, ¿o busca recuperar el sendero marcado por sus propios trazos?, su pelo enmarañado es todo cuanto veo ahora. Nada ocurre sobre el dibujo...
Ya es suficiente, no quiero ser responsable de esterilidad alguna. Conozco sus síntomas y, lo que es peor, las graves consecuencias que provoca. La taza está vacía, es hora de irse.
"Bonitos dibujos..." y una tarjeta de La 13 sobre su mesa son mi sincera despedida.

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